sábado, 9 de marzo de 2013

LA NOCHE DE LOS TIEMPOS (2009), DE ANTONIO MUÑOZ MOLINA. LA FORJA DE UN DESASTRE.


Para comenzar mi colaboración en la página El muro de los libros, un ambicioso proyecto que acaba de poner en marcha el periodista Pablo Santiago Chiquero al que me ha ofrecido sumarme, comento una de las mejores novelas que he leído en los últimos años, una perfecta evocación literaria de los orígenes de nuestra guerra civil escrita por uno de nuestros mejores y más comprometidos novelistas. Es una obra muy gruesa y de escritura densa, pero adentrarse en sus páginas es una experiencia imprescindible para comprender un poco mejor el país en el que vivimos. Aquí el artículo:



A pesar de los casi ochenta años transcurridos, todavía quedan en España rescoldos del incendio de nuestra cruenta Guerra Civil. ¿Cómo es posible que aún no se haya llegado a un consenso historiográfico y político acerca de aquellos hechos? Un conflicto que parece tan lejano en el tiempo sigue levantando pasiones entre los españoles, en demasiadas ocasiones guiadas por la sinrazón. Historiadores como Ángel Viñas, Julián Casanova o Jorge María Reverte continúan publicando ensayos que recogen aspectos inéditos de aquellos años y para nuestra narrativa sigue siendo una de las principales fuentes de inspiración.

Cuenta Muñoz Molina que la inspiración para escribir La noche de los tiempos le surgió durante un viaje en tren junto al río Hudson, imaginando a un exiliado de nuestra Guerra Civil escapando de ella a través de una invitación de una Universidad norteamericana. Este exiliado se convertiría en Ignacio Abel, un arquitecto republicano de prestigio, director de las obras de la Ciudad Universitaria madrileña, cuya existencia convencional se ha visto sacudida por dos hechos: conocer a la joven americana, Judith Biely, de quien se hace amante y la irrupción brutal de la Guerra Civil. 

A veces la narrativa es mucho más eficaz para el lector que quiere comprender la intrahistoria del conflicto, los sentimientos de los seres anónimos que se vieron atrapados por él y contemplaron atónitos como su cotidianidad se derrumbaba de la noche a la mañana, aunque en los primeros días de la Guerra Civil, nadie imagina que está viviendo una Guerra Civil. La gente cree que se ha producido una pequeña crisis, un levantamiento en el lejano Marruecos que pronto será aplastado por la República. Conforme pasan los días, los signos de anormalidad se van multiplicando, como una enfermedad que poco a poco va manifestando síntomas cada vez más alarmantes. Ignacio Abel ha sido testigo, en los últimos meses antes del conflicto, de una espiral de asesinatos entre facciones políticas pero como tantos otros españoles ha preferido seguir con sus asuntos cotidianos, vivir con una apariencia de normalidad mientras todo se va desmoronando poco a poco a su alrededor y nadie hace nada realmente efectivo por evitarlo:

“Hubiera querido saber en qué momento fue inevitable el desastre; cuándo lo monstruoso empezó a parecer normal y gradualmente se volvió tan invisible como los actos más comunes de la vida; cuándo las palabras que alentaban el crimen y a las que nadie daba crédito porque se repetían monótonamente y no eran más que palabras se convirtieron en crímenes; cuando los crímenes se fueron volviendo tan habituales que ya formaban parte de la normalidad pública.” (La noche de los tiempos, Editorial Círculo de lectores. Pag. 283).

Ignacio Abel está dotado de un espíritu egoísta y antiheróico que es el del hombre corriente y ante los graves hechos que irrumpen en su vida lo único que le interesa es sobrevivir y proseguir su historia de amor. Hasta ahora ha sido un hombre de dos caras: la que muestra al exterior, la del intachable padre de familia con un cargo respetable y la que empieza a experimentar con la irrupción en su vida del amor por Judith, que quizá sea su verdadero yo, ya que paulatinamente irá advirtiendo con extrañeza que carecía de un conocimiento auténtico de sí mismo, como si hubiera vivido una vida que no era la suya y despertara a los cuarenta y ocho años. Este proceso tan complejo está narrado por Muñoz Molina con una sutilidad y precisión extraordinarias. 

Junto a Ignacio Abel encontramos otros personajes igualmente extraordinarios. Uno de ellos, el profesor Rossman, fue maestro de Ignacio Abel en un curso en Alemania y parece sacado de una novela anterior de Muñoz Molina, Sefarad. Rossman es un exiliado, un profesor de origen judío que ha llegado a Madrid huyendo del nazismo. En la capital española, el que sería considerado una eminencia en cualquier país civilizado del mundo, es dejado a su suerte y malvive en una pensión soñando junto a su hija poder emigrar a Estados Unidos, donde su prestigio le servirá sin duda de aval para lograr un puesto académico. Rossman se mueve por Madrid como una suerte de Casandra, como un profeta lúcido que conoce el desastre de lo que está por venir pero al que nadie hace caso. Para Ignacio Abel escuchar su discurso repetitivo es un fastidio, porque no puede imaginar que pronto se verá en unas circunstancias parecidas. Moreno Villa es el representante del intelectual lúcido español, que lleva una vida semiclandestina en un cuarto de la Residencia de Estudiantes sin querer relacionarse demasiado con el mundo exterior. Juan Negrín, amigo personal del protagonista, representa la impotencia de la República para llevar a cabo en España un proyecto de cambio paulatino y razonable en una democracia consolidada sin pasiones políticas radicales. Su discurso es tan honesto como inútil en aquellas circunstancias:

“Una vez que todo el mundo coma a diario, y que haya electricidad y agua corriente y saludable, digo yo que sería el momento de ponerse a discutir sobre la sociedad sin clases o sobre las glorias de la raza española, o el esperanto, o la vida eterna, o lo que haga falta. Fíjese que no hablo del socialismo, ni de la emancipación, ni del fin de la explotación del hombre por el hombre. Yo no hago profesiones de fe, y creo que usted tampoco. Entre peregrinar a Moscú y peregrinar a La Meca o al Vaticano o a Lourdes yo no veo grandes diferencias. Al creyente de una religión lo que más le fastidia no es el creyente de otra, ni siquiera el ateo, sino alguien peor, el escéptico, el tibio (…)” (La noche de los tiempos, pag. 383).

Cuando la guerra estalle, llegará la hora del fanatismo, de la irracionalidad. La República se volverá un caos de tendencias políticas en la que grupos incontrolados se dedicarán al asesinato y al pillaje en nombre de ideologías libertarias. Mientras tanto, el verdadero enemigo se acerca día a día a Madrid, a pesar de las mentiras de los periódicos, que hablan de gloriosas victorias de una República que ni siquiera es capaz de controlar la situación en la mitad de España en la que no ha triunfado el golpe. Es la hora de personajes como José Bergamín, que justifican la violencia revolucionaria como un inevitable eslabón hacia una sociedad nueva, en la que el pueblo será verdaderamente soberano.

Con La noche de los tiempos, Muñoz Molina ha realizado un esfuerzo verdaderamente titánico para transmitir al lector de manera prodigiosamente verosímil el ambiente de una época: ropas, olores, arquitectura, costumbres sociales, lenguaje y, sobre todo, los avatares cotidianos de unos personajes que no pueden imaginar el desastre que se les viene encima, cómo esa guerra que siempre sucede en parajes exóticos y distantes puede irrumpir en su ciudad de la noche a la mañana y de pronto todo lo que parecía sólido, por parafrasear el título del último libro del autor, ya no existe y es sustituido por la ley primitiva del más fuerte mientras los seres más inocentes son los primeros en caer: el profesor Rossman o Federico García Lorca. La obra de Muñoz Molina se erige así en una de las descripciones más lúcidas que se han escrito acerca de los orígenes de la Guerra Civil y puede colocarse junto a las de autores como Arturo Barea o Manuel Chaves Nogales, como lectura imprescindible para quien busque comprender nuestra historia reciente.

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