Para comenzar mi colaboración en la página El muro de los libros, un ambicioso proyecto que acaba de poner en marcha el periodista Pablo Santiago Chiquero al que me ha ofrecido sumarme, comento una de las mejores novelas que he leído en los últimos años, una perfecta evocación literaria de los orígenes de nuestra guerra civil escrita por uno de nuestros mejores y más comprometidos novelistas. Es una obra muy gruesa y de escritura densa, pero adentrarse en sus páginas es una experiencia imprescindible para comprender un poco mejor el país en el que vivimos. Aquí el artículo:
A pesar de
los casi ochenta años transcurridos, todavía quedan en España rescoldos del
incendio de nuestra cruenta Guerra Civil. ¿Cómo es posible que aún no se haya
llegado a un consenso historiográfico y político acerca de aquellos hechos? Un conflicto
que parece tan lejano en el tiempo sigue levantando pasiones entre los
españoles, en demasiadas ocasiones guiadas por la sinrazón. Historiadores como
Ángel Viñas, Julián Casanova o Jorge María Reverte continúan publicando ensayos
que recogen aspectos inéditos de aquellos años y para nuestra narrativa sigue siendo
una de las principales fuentes de inspiración.
Cuenta Muñoz
Molina que la inspiración para escribir La
noche de los tiempos le surgió durante un viaje en tren junto al río
Hudson, imaginando a un exiliado de nuestra Guerra Civil escapando de ella a
través de una invitación de una Universidad norteamericana. Este exiliado se
convertiría en Ignacio Abel, un arquitecto republicano de prestigio, director
de las obras de la Ciudad Universitaria madrileña, cuya existencia convencional
se ha visto sacudida por dos hechos: conocer a la joven americana, Judith
Biely, de quien se hace amante y la irrupción brutal de la Guerra Civil.
A veces la
narrativa es mucho más eficaz para el lector que quiere comprender la
intrahistoria del conflicto, los sentimientos de los seres anónimos que se
vieron atrapados por él y contemplaron atónitos como su cotidianidad se
derrumbaba de la noche a la mañana, aunque en los primeros días de la Guerra
Civil, nadie imagina que está viviendo una Guerra Civil. La gente cree que se
ha producido una pequeña crisis, un levantamiento en el lejano Marruecos que
pronto será aplastado por la República. Conforme pasan los días, los signos de
anormalidad se van multiplicando, como una enfermedad que poco a poco va
manifestando síntomas cada vez más alarmantes. Ignacio Abel ha sido testigo, en
los últimos meses antes del conflicto, de una espiral de asesinatos entre
facciones políticas pero como tantos otros españoles ha preferido seguir con
sus asuntos cotidianos, vivir con una apariencia de normalidad mientras todo se
va desmoronando poco a poco a su alrededor y nadie hace nada realmente efectivo
por evitarlo:
“Hubiera querido saber en qué momento
fue inevitable el desastre; cuándo lo monstruoso empezó a parecer normal y
gradualmente se volvió tan invisible como los actos más comunes de la vida;
cuándo las palabras que alentaban el crimen y a las que nadie daba crédito
porque se repetían monótonamente y no eran más que palabras se convirtieron en
crímenes; cuando los crímenes se fueron volviendo tan habituales que ya
formaban parte de la normalidad pública.” (La noche de los tiempos, Editorial Círculo de
lectores. Pag. 283).
Ignacio Abel
está dotado de un espíritu egoísta y antiheróico que es el del hombre corriente
y ante los graves hechos que irrumpen en su vida lo único que le interesa es
sobrevivir y proseguir su historia de amor. Hasta ahora ha sido un hombre de
dos caras: la que muestra al exterior, la del intachable padre de familia con
un cargo respetable y la que empieza a experimentar con la irrupción en su vida
del amor por Judith, que quizá sea su verdadero yo, ya que paulatinamente irá
advirtiendo con extrañeza que carecía de un conocimiento auténtico de sí mismo,
como si hubiera vivido una vida que no era la suya y despertara a los cuarenta
y ocho años. Este proceso tan complejo está narrado por Muñoz Molina con una
sutilidad y precisión extraordinarias.
Junto a
Ignacio Abel encontramos otros personajes igualmente extraordinarios. Uno de
ellos, el profesor Rossman, fue maestro de Ignacio Abel en un curso en Alemania
y parece sacado de una novela anterior de Muñoz Molina, Sefarad. Rossman es un exiliado, un profesor de origen judío que ha
llegado a Madrid huyendo del nazismo. En la capital española, el que sería
considerado una eminencia en cualquier país civilizado del mundo, es dejado a
su suerte y malvive en una pensión soñando junto a su hija poder emigrar a
Estados Unidos, donde su prestigio le servirá sin duda de aval para lograr un
puesto académico. Rossman se mueve por Madrid como una suerte de Casandra, como
un profeta lúcido que conoce el desastre de lo que está por venir pero al que
nadie hace caso. Para Ignacio Abel escuchar su discurso repetitivo es un
fastidio, porque no puede imaginar que pronto se verá en unas circunstancias
parecidas. Moreno Villa es el representante del intelectual lúcido español, que
lleva una vida semiclandestina en un cuarto de la Residencia de Estudiantes sin
querer relacionarse demasiado con el mundo exterior. Juan Negrín, amigo
personal del protagonista, representa la impotencia de la República para llevar
a cabo en España un proyecto de cambio paulatino y razonable en una democracia
consolidada sin pasiones políticas radicales. Su discurso es tan honesto como
inútil en aquellas circunstancias:
“Una vez que todo el mundo coma a
diario, y que haya electricidad y agua corriente y saludable, digo yo que sería
el momento de ponerse a discutir sobre la sociedad sin clases o sobre las
glorias de la raza española, o el esperanto, o la vida eterna, o lo que haga
falta. Fíjese que no hablo del socialismo, ni de la emancipación, ni del fin de
la explotación del hombre por el hombre. Yo no hago profesiones de fe, y creo
que usted tampoco. Entre peregrinar a Moscú y peregrinar a La Meca o al
Vaticano o a Lourdes yo no veo grandes diferencias. Al creyente de una religión
lo que más le fastidia no es el creyente de otra, ni siquiera el ateo, sino
alguien peor, el escéptico, el tibio (…)” (La noche de los tiempos, pag. 383).
Cuando la
guerra estalle, llegará la hora del fanatismo, de la irracionalidad. La
República se volverá un caos de tendencias políticas en la que grupos
incontrolados se dedicarán al asesinato y al pillaje en nombre de ideologías
libertarias. Mientras tanto, el verdadero enemigo se acerca día a día a Madrid,
a pesar de las mentiras de los periódicos, que hablan de gloriosas victorias de
una República que ni siquiera es capaz de controlar la situación en la mitad de
España en la que no ha triunfado el golpe. Es la hora de personajes como José
Bergamín, que justifican la violencia revolucionaria como un inevitable eslabón
hacia una sociedad nueva, en la que el pueblo será verdaderamente soberano.
Con La noche de los tiempos, Muñoz Molina ha
realizado un esfuerzo verdaderamente titánico para transmitir al lector de
manera prodigiosamente verosímil el ambiente de una época: ropas, olores,
arquitectura, costumbres sociales, lenguaje y, sobre todo, los avatares
cotidianos de unos personajes que no pueden imaginar el desastre que se les
viene encima, cómo esa guerra que siempre sucede en parajes exóticos y
distantes puede irrumpir en su ciudad de la noche a la mañana y de pronto todo
lo que parecía sólido, por parafrasear el título del último libro del autor, ya
no existe y es sustituido por la ley primitiva del más fuerte mientras los
seres más inocentes son los primeros en caer: el profesor Rossman o Federico
García Lorca. La obra de Muñoz Molina se erige así en una de las descripciones
más lúcidas que se han escrito acerca de los orígenes de la Guerra Civil y
puede colocarse junto a las de autores como Arturo Barea o Manuel Chaves
Nogales, como lectura imprescindible para quien busque comprender nuestra historia
reciente.
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