El punto de partida de este notable ensayo de Muñoz Molina es una interpelación personal acerca de sus obligaciones morales como intelectual ante la crisis, pero en referencia al pasado inmediato. Si su oficio consiste en mirar con atención, en interpretar la realidad, ¿cómo fue posible que no viera lo que estaba pasando delante de sus ojos? A partir de esta interesante premisa, el escritor de Úbeda construye un discurso profundamente indignado que indaga en nuestros males como sociedad. Porque es muy cierto que para que este desastre fuera posible, la mayoría de nosotros, no solo los políticos, miramos para otro lado. Mientras las cosas parecen ir bien, mientras manejamos dinero que ganamos de manera relativamente fácil (o si no lo pedimos prestado), no nos hacemos demasiadas preguntas acerca de si ese bienestar tiene bases sólidas:
"El dinero amedrenta y hechiza, aturde con su monstruosa capacidad de multiplicación. El dinero levanta construcciones tan simbólicas y tan destinadas a amedrentar a los débiles y a los crédulos y los ignorantes como los zigurats mesopotámicos o los vestíbulos de altas columnas macizas de los templos egipcios. El dinero parece lo más irrefutable y tiene el poder de comprarlo todo y transtornarlo todo y de pronto se evapora y es como si nunca hubiera existido."
Muñoz Molina cuenta que la mejor manera de volver a estos años que ahora nos parecen tan lejanos es acudir a una hemeroteca y empaparnos con las noticias de entonces, con esos plenos de ayuntamientos que aprobaban triplicar la población del pueblo en pocos años, con esos miles de metros cuadrados invertidos en campos de golf en zonas donde la sequía es moneda común, con esos aeropuertos inservibles, con esas opulentas estaciones del AVE en descampados (quien quiera una prueba que acuda a la de Santa Ana, a treinta kilómetros de Antequera). Un país en el que el precio de la vivienda subía día tras día y la gente podía ganar enormes cantidades de dinero con una recalificación de terrenos. Un país donde estúpidamente se esperaba seguir construyendo indefinidamente y tener compradores para cientos de miles de casas, mientras los centros urbanos se abandonaban o se expulsaba a sus vecinos de siempre para especular con sus antiguos hogares.
El autor cuenta también algunas experiencias personales muy ilustrativas. Cuando llegó como funcionario al Ayuntamiento de Granada se trataba de una institución humilde, con unas pocas áreas orientadas a la satisfacción de las necesidades ciudadanas. Poco a poco aquello fue convirtiéndose en una especie de pequeño estado en el que surgían como setas nuevas oficinas y empresas públicas, donde se inventaban nuevos cargos para ser ocupados por políticos con espléndidas retribuciones. Por supuesto, todos estos nuevos organismos necesitaban nuevos edificios donde ubicarse, con su correspondiente corte de asesores y expertos. A la vez que esto sucedía, las fiestas y tradiciones populares eran asumidas por el Ayuntamiento, que gastaba en ellas generosos presupuestos y las hacía durar mucho más tiempo. Esta hipertrofia festiva nos ha llevado a ser uno de los países más ruidosos del mundo. Y Granada ha heredado de todo esto una tradición juvenil de macrobotellones que deben ser respetados por las autoridades como si de una institución cultural se tratara.
Años después, cuando era director del Instituto Cervantes de Nueva York, Muñoz Molina relata que solía recibir a representantes de distintas Comunidades Autónomas que querían promocionarse en aquella ciudad. Al final lo único que conseguían eran actos a los que solo acudían ellos mismos con su corte de consejeros y asesores, pero se iban con la impresión de que habían impactado a los americanos (después de pasar una semana de lujo en Nueva York con la familia a costa de los contribuyentes). En realidad el único impacto que se conseguía era para las arcas públicas neoyorkinas, en la que los turistas con dinero son siempre bienvenidos. Al final las Comunidades Autónomas parecían ser miniestados independientes que querían promocionarse como algo diferente al resto de España, como si Navarra nada tuviera que ver con Galicia o Andalucía con Valencia. Uno de nuestros grandes problemas ha sido el desmesurado aumento de instituciones y organismos públicos: ayuntamientos, diputaciones provinciales, mancomunidades, comunidades autónomas, organismos forales, empresas públicas de creación artificial... Miles de puestos inútiles que siguen ocupados en plena crisis mientras se despide a quienes no tienen vinculación política alguna.
Otro punto sangrante es el río de dinero que un Estado presuntamente laico destinaba y sigue destinando a la iglesia católica. Además, desde las instituciones públicas (no importando que a veces sus responsables fueran comunistas convencidos) se fomentan las celebraciones religiosas con más entusiasmo aún de lo que lo hacía el franquismo. Misterios de nuestra democracia. Parece como si el único afán de nuestros dirigentes en todos estos años hubiera sido fomentar el arraigo a la propia tierra, el nacionalismo más rancio y más ciego sin que se alzaran muchas voces que impusieran un poco de sentido común y fomentaran la cultura del esfuerzo, no la de la superioridad moral por el accidente de haber nacido en una tierra y no en otra, un orgullo estúpido que en realidad solo sirve para ocultar el más absoluto de los vacíos, sobre todo cuando el amor a la propia tierra, que es algo loable, sirve para denigrar todo lo demás, lo que no se conoce:
"En algún momento de aquellos años la cultura dejó de ser algo que una persona adquiría con su esfuerzo personal y se convirtió en el ámbito colectivo en el que se nacía; ya no era un proyecto, sino un destino; una vuelta a la comunidad del origen y no una solitaria emancipación; recluirse en los límites en vez de asomarse al mundo. Una cultura personal se adquiere con mucho tesón y mucho esfuerzo a lo largo de la vida (...), una cultura autóctona se posee tan sólo por nacer en ella."
Hemos terminado construyendo un país basado en el reparto de poder entre dos grandes partidos, como en los tiempos de Cánovas. Mientras ha habido dinero para repartir y fondos europeos, la situación ha sido medianamente sostenible. Con la crisis, encontramos que nuestra economía era una burbuja que acaba de estallar y los políticos que tan confortablemente se recostaban en ella no saben que hacer sin su inercia. La crisis no es solo económica, sino también moral y solo saldremos de ella con reformas, pactos razonables y con una limpieza radical de la gran cantidad de corruptos que han campado a sus anchas mientras nuestro país era un gigantesco retablo de las maravillas, donde se representaba una obra ficticia que la mayoría contemplábamos como real. Un poco de humildad no vendría mal a nuestros políticos. Los ciudadanos probamos todos los días la hiel de los excesos de los años anteriores. Ahora sería el turno de gente mucho más humilde e imaginativa, no contaminada por el pasado.
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