Esta es una película sobre el mundo real. Sobre el mundo que vivimos. Resulta muy significativo que su comienzo sea una pantalla oscura donde sólo escuchamos las voces desesperadas de las víctimas del 11 de septiembre. A Bigelow no le hace falta ilustrar esta escena con imágenes del acontecimiento que todos hemos visto sobradamente. Centrarse en el discurso desesperado de los inocentes que saben que su muerte es inminente es una manera estremecedora de preparar al espectador para lo que viene a continuación: la descripción de una guerra sucia y desconcertante en la que la que no existen referencias morales, solo mutuos deseos de venganza entre ambos contendientes por afrentas mucho más antiguas de lo que cree el común de los ciudadanos.
La respuesta de los Estados Unidos a esta masacre sin precedentes en su propio suelo no se hizo esperar: dos guerras desastrosas en las que derrotó rápidamente al ejército regular pero después sufrió durante años los golpes de la guerrilla de Al-Queda y la creación de un siniestro universo carcelario oculto (cuyo representante más evidente es Guantánamo) a nivel mundial donde se tortura a los prisioneros para sacarles información. Precisamente esa es la siguiente escena de La noche más oscura, el tormento que un agente de la CIA inflige a un presunto terrorista. Aquí sí que tenemos imágenes explícitas: la cámara de Bigelow penetra donde no pueden las de los telediarios y muestra unas imágenes tan duras que embotan nuestra capacidad de juzgar. El hombre de la CIA se comporta como aquellos funcionarios de la alemania nazi que cumplían su horario laboral en campos de concetración y exterminio. Sabe que su labor es ingrata, pero está convencido de que así sirve a su país, cuyos fines (proteger a inocentes de nuevos atentados terroristas) son infinitamente más importantes que los medios por los cuales se lleva a cabo. Hay muchas voces que sostienen que la directora justifica la tortura, puesto que da a entender que es la única manera de sacar información a fanáticos que no dudan en suicidarse para causar el mayor número de víctimas inocentes, pero yo creo que esa afirmación está fuera de lugar, porque Bigelow muestra, pero sin establecer discursos morales. Sería un error que lo hiciera. Ella solo quiere contar una historia real que acaba de suceder. Tal y como comenta en una entrevista en el último número de la revista Dirigido:
"(...) desde cierta perspectiva esta ha sido una década muy larga y oscura. Espero que algunas de las imágenes tan duras puedan ser reemplazadas, o que esa narración pueda ser amplificada por otra: una de valentía y dedicación, como una especie de saludo a aquellos hombres y mujeres que trabajaron en los equipos de inteligencia para que nosotros estuviéramos seguros."
Aquí el medio cinematográfico se utiliza sabiamente para explorar los miedos contemporáneos y ponerlos brutalmente ante los ojos del espectador. Cuando visionamos una película acerca de la Segunda Guerra Mundial o sobre Vietnam podemos estremecernos de lo que vemos en la pantalla pero no nos afecta directamente: se trata de conflictos que pasaron a la historia. Pero cuando hablamos de terrorismo islámico se trata de una amenaza que aún sigue bien viva (y solo tenemos que asomarnos a nuestro patio trasero, a Malí, para comprobarlo) y que el día menos pensado puede afectarnos a nosotros directamente pues, que yo sepa, España sigue siendo un objetivo prioritario de Al-Queda. Es difícil ser objetivo con algo así. Hace unos años, esperando a hacer un examen en Madrid escuché una conversación en la que un muchacho le contaba a otro que había estado en Atocha el 11 de marzo de 2004 y había sufrido heridas en la cabeza. No creo que fuera un bulo, porque describió con mucha elocuencia los momentos de desconcierto que siguen a un atentado: la cotidianidad suspendida que da paso al horror más incomprensible. Solo de pensar que hay por ahí gente esperando su oportunidad para cometer atentados suicidas nos estremecemos. Y a todos nos sucede de vez en cuando, aunque no lo comentemos: cuando estamos en un centro comercial lleno de personas, en el metro en hora punta... El poder evocador de las imágenes en el mundo en el que vivimos también sirve para imaginarnos inmersos en situaciones inimaginables.
Sería muy largo ahora hablar de la historia de Al-Queda. Una de las mejores aproximaciones se encuentra en el ensayo de Lawrence Wright, La torre elevada, que ya comenté el año pasado. Pero, aun existiendo buenos cronistas dedicados a investigar esta guerra, habrá que esperar décadas para que sepamos toda la verdad sin matices, para que nos atrevamos a interpretar el verdadero significado de todo lo que ha pasado y lo que va a seguir pasando, porque la muerte de Bin Laden no supone una gran victoria contra una hidra cuyos tentáculos son invisibles hasta que atacan. En todo caso es una victoria más simbólica que real en una guerra sin frentes y sin enemigos con los que parlamentar, en la que da la impresión que las batallas se ganan con la fórmula de emplear mayor crueldad que el enemigo. Desde un punto de vista estrictamente cinematográfico la secuencia final, con el asalto al domicilio de Bin Laden va a quedar para el recuerdo como una de las mejor planificadas del género bélico (aunque esta película no pertenezca estrictamente a este género), pues está rodada con un suspense y un ritmo que dejan sin aliento, por mucho que sepamos su resultado final.
En definitiva, La noche más oscura, es la mejor respuesta que podía dar el cine a este nuevo tipo de guerra eterna en el que estamos inmersos desde bastante antes del 11 de septiembre, aunque por entonces no fuéramos conscientes de ello. Siendo retorcidos, como requieren los tiempos y a tenor de lo que nos enseña Bigelow, cabría decir que los Estados Unidos se están comportando como unos hijos de puta, pero, queramos o no, son nuestros hijos de puta.
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