La muy esperada nueva entrega del agente 007 es una película muy irregular: impecablemente dirigida por el prestigioso Sam Mendes, su excesiva ambición hace que su metraje no camine con paso firme hacia lo que quiere narrar, como sí ocurría en la excelente Casino Royale. No obstante, el personaje de Bond sigue creciendo en complejidades. Aquí el artículo:
Que un personaje literario haya sido continuamente
adaptado a la pantalla casi ininterrumpidamente durante cincuenta años y
llegue a estas cifras con plenas facultades y con su popularidad
intacta es una realidad que está al alcance de muy pocos. James Bond, la
creación de Ian Fleming conoció su primera versión cinematográfica allá
por el año 1962 como una rutinaria cinta de espías con algunos
elementos novedosos que fueron perfeccionándose en las entregas
posteriores. Si hay una constante en la serie Bond es la capacidad de
adaptación a los tiempos que corren.
Una visión cronológica de la saga permite al espectador ir advirtiendo los sutiles cambios que se van sucediendo de una película a otra: desde tramas de espionaje ambientadas en la Guerra Fría al enfrentamiento con enemigos surgidos de la nada que pretenden dominar el mundo. De la seriedad al disparate y de nuevo a la seriedad. El tono de las aventuras de Bond ha estado también marcado por el actor que lo interpretara en todo momento. Si con Sean Connery se buscaba ante todo la calidad del producto, con Roger Moore (obviando el interesante paréntesis de George Lazenby) las tramas se hacían menos serias y lo primordial era un espectáculo de naturaleza cada vez más inverosímil. Con la llegada de Timothy Dalton se intentó un regreso a las esencias literarias del personaje que fue rechazado por el público. Con su sustituto, Pierce Brosnan, en la serie se impusieron de nuevo las fórmulas más comerciales, pero sin descuidar la profundización en el personaje, como en la modélica primera mitad de El mañana nunca muere (Roger Spottiswoode, 1997).
A pesar de haber sido interpretado por tantos actores, que aportaron sus propios matices al protagonista, la esencia de James Bond nunca se ha perdido: un personaje mujeriego y cínico, un asesino que sabe bromear acerca de su trabajo. Daniel Craig ha sabido recoger toda esta tradición del personaje y profundizar en ella, componiendo un Bond mucho más profundo y humano. En manos de Craig el agente secreto ya no es un mero estereotipo, sino un tipo mucho más complejo y reflexivo. Si en Casino Royale (Martin Campbell, 2006) se presentaba como un hombre egocéntrico y seguro de sí mismo (aptitudes que le hacían tropezar constantemente en su misión), en Skyfall (Sam Mendes, 2012) el personaje ha evolucionado y se ha vuelto mucho más reflexivo, pues ha interiorizado el aprendizaje de las dos películas anteriores. Casino Royale era una historia de amor y traición, y en la fallida Quantum of solace (Marc Foster, 2008) primaban la venganza y la destrucción. Skyfall intenta ser una nueva y definitiva vuelta de tuerca en la definición del personaje, a la vez que se homenajean sus cincuenta años de existencia cinematográfica.
La película comienza con un Bond surgiendo de las sombras para ayudar a un compañero que ha quedado malherido en una misión. 007 pretende estabilizarlo para salvar su vida, aún a riesgo de que se escape el objetivo: un adversario que ha conseguido el listado de agentes inflitrados en organizaciones terroristas de todo el planeta. Su jefa M (Judi Dench), le recuerda cual es su cometido y él obedece a regañadientes, hastiado de la estela de muerte y destrucción que conlleva su trabajo. Y este va a ser el tema principal del film: la relación materno-filial de Bond con M, a la que le surge del pasado un hijo díscolo, el agente Silva (Javier Bardem), que pretende vengarse por haber sido utilizado y abandonado por el gobierno británico como si de una pieza de recambio se tratara.
No hay que olvidar que, como ya se apuntó en el Casino Royale cinematográfico, James Bond es huérfano. Así lo transcribe el M (masculino) de las novelas de Ian Fleming en el obituario que le dedica en Solo se vive dos veces (1964), en el episodio de la presunta muerte de Bond que es rememorado en Skyfall:
"James Bond nació de padre escocés, Andrew Bond, de Glencoe y de madre suiza, Monique Delacroix, natural del catón de Vaud. (...) Cuando tenía once años sus progenitores murieron en un accidente de alpinismo en las Aiguilles Rouges (...) La naturaleza de los deberes del capitán de navío Bond debe seguir siendo confidencial (...), pero sus colegas del ministerio quieren reconocer que los cumpía con un valor y una distinción sobresalientes, aunque ocasionalmente, debido a un rasgo impetuoso de su naturaleza, con una vena temeraria que lo ponía en conflicto con las autoridades superiores." (Solo se vive dos veces, de Ian Fleming, Editorial RBA, pag. 197).
Precisamente ese déficit de amor que conlleva la orfandad es lo que aprovecha el M16 a la hora de reclutarlo como agente: un conflicto no resuelto para el personaje que le lleva a no encontrar su lugar en el mundo, y más aún después del dolorosísimo episodio del amor frustado por Vesper Lynd, que fue su última posibilidad de redención de la realidad violenta en la que se mueve habitualmente. Silva más que huérfano se siente rechazado por su madre adoptiva y así se lo manifiesta a Bond en el perturbador primer encuentro que mantienen, en el que incluso se le llega a insinuar sexualmente, no sabemos si realmente o más bien como juego para descolocar a 007.
Hasta la escena de la captura de Silva la película ha sido impecable: se nos ha mostrado a un Bond más débil y confundido que nunca y a un oponente a su altura, que sabe utilizar la fragilidad de su estado en su contra. Pero una vez establecidas estas bases, la historia gira hacia terrenos demasiado conocidos, aunque no necesariamente dentro de la serie de James Bond. El mismo Sam Mendes ha declarado en varias entrevistas su admiración por la trilogía de Batman de Christopher Nolan, una influencia muy evidente, puesto que el personaje de Silva es demasiado deudor del Joker de El caballero oscuro y el origen de 007 tiene muchos puntos en común con el del hombre murciélago.
La segunda mitad del film es demasiado ambiciosa y tiene problemas a la hora de definirse. Mendes intenta volver a las esencias del personaje, montando un continuo homenaje a la saga Bond, para que 007 regrese a sus orígenes (tanto familiares como cinematográficos) y tome nuevas energías de cara a sus futuras aventuras, tomando como base un enfrentamiento entre tradición y modernidad. Pero además, para no despegarse de la realidad, de los miedos del mundo moderno, se muestra una insólita escena que remite a los dolorosos atentados del metro de Londres de julio de 2005: una herida en el corazón de la capital inglesa, que es como una herida en el alma de Bond.
El del director de Jarhead es un planteamiento muy interesante, pero parcialmente fallido por querer abarcar demasiado. Hubiera sido mejor utilizar imágenes del pasado de los personajes (tanto de Bond como de Silva) para potenciar los aspectos dramáticos del presente, que llegan lastrados al espectador. En cualquier caso, la originalidad del enfoque y el trabajo de definición del personaje hacen que el resultado final sea meramente positivo, sobre todo porque se ha disipado el antiguo miedo a buscar nuevos caminos para un 007 que llega a la cincuentena rebosante de salud en su tarea de seguir siendo un icono en el siglo XXI, como lo fue en el XX.
Una visión cronológica de la saga permite al espectador ir advirtiendo los sutiles cambios que se van sucediendo de una película a otra: desde tramas de espionaje ambientadas en la Guerra Fría al enfrentamiento con enemigos surgidos de la nada que pretenden dominar el mundo. De la seriedad al disparate y de nuevo a la seriedad. El tono de las aventuras de Bond ha estado también marcado por el actor que lo interpretara en todo momento. Si con Sean Connery se buscaba ante todo la calidad del producto, con Roger Moore (obviando el interesante paréntesis de George Lazenby) las tramas se hacían menos serias y lo primordial era un espectáculo de naturaleza cada vez más inverosímil. Con la llegada de Timothy Dalton se intentó un regreso a las esencias literarias del personaje que fue rechazado por el público. Con su sustituto, Pierce Brosnan, en la serie se impusieron de nuevo las fórmulas más comerciales, pero sin descuidar la profundización en el personaje, como en la modélica primera mitad de El mañana nunca muere (Roger Spottiswoode, 1997).
A pesar de haber sido interpretado por tantos actores, que aportaron sus propios matices al protagonista, la esencia de James Bond nunca se ha perdido: un personaje mujeriego y cínico, un asesino que sabe bromear acerca de su trabajo. Daniel Craig ha sabido recoger toda esta tradición del personaje y profundizar en ella, componiendo un Bond mucho más profundo y humano. En manos de Craig el agente secreto ya no es un mero estereotipo, sino un tipo mucho más complejo y reflexivo. Si en Casino Royale (Martin Campbell, 2006) se presentaba como un hombre egocéntrico y seguro de sí mismo (aptitudes que le hacían tropezar constantemente en su misión), en Skyfall (Sam Mendes, 2012) el personaje ha evolucionado y se ha vuelto mucho más reflexivo, pues ha interiorizado el aprendizaje de las dos películas anteriores. Casino Royale era una historia de amor y traición, y en la fallida Quantum of solace (Marc Foster, 2008) primaban la venganza y la destrucción. Skyfall intenta ser una nueva y definitiva vuelta de tuerca en la definición del personaje, a la vez que se homenajean sus cincuenta años de existencia cinematográfica.
La película comienza con un Bond surgiendo de las sombras para ayudar a un compañero que ha quedado malherido en una misión. 007 pretende estabilizarlo para salvar su vida, aún a riesgo de que se escape el objetivo: un adversario que ha conseguido el listado de agentes inflitrados en organizaciones terroristas de todo el planeta. Su jefa M (Judi Dench), le recuerda cual es su cometido y él obedece a regañadientes, hastiado de la estela de muerte y destrucción que conlleva su trabajo. Y este va a ser el tema principal del film: la relación materno-filial de Bond con M, a la que le surge del pasado un hijo díscolo, el agente Silva (Javier Bardem), que pretende vengarse por haber sido utilizado y abandonado por el gobierno británico como si de una pieza de recambio se tratara.
No hay que olvidar que, como ya se apuntó en el Casino Royale cinematográfico, James Bond es huérfano. Así lo transcribe el M (masculino) de las novelas de Ian Fleming en el obituario que le dedica en Solo se vive dos veces (1964), en el episodio de la presunta muerte de Bond que es rememorado en Skyfall:
"James Bond nació de padre escocés, Andrew Bond, de Glencoe y de madre suiza, Monique Delacroix, natural del catón de Vaud. (...) Cuando tenía once años sus progenitores murieron en un accidente de alpinismo en las Aiguilles Rouges (...) La naturaleza de los deberes del capitán de navío Bond debe seguir siendo confidencial (...), pero sus colegas del ministerio quieren reconocer que los cumpía con un valor y una distinción sobresalientes, aunque ocasionalmente, debido a un rasgo impetuoso de su naturaleza, con una vena temeraria que lo ponía en conflicto con las autoridades superiores." (Solo se vive dos veces, de Ian Fleming, Editorial RBA, pag. 197).
Precisamente ese déficit de amor que conlleva la orfandad es lo que aprovecha el M16 a la hora de reclutarlo como agente: un conflicto no resuelto para el personaje que le lleva a no encontrar su lugar en el mundo, y más aún después del dolorosísimo episodio del amor frustado por Vesper Lynd, que fue su última posibilidad de redención de la realidad violenta en la que se mueve habitualmente. Silva más que huérfano se siente rechazado por su madre adoptiva y así se lo manifiesta a Bond en el perturbador primer encuentro que mantienen, en el que incluso se le llega a insinuar sexualmente, no sabemos si realmente o más bien como juego para descolocar a 007.
Hasta la escena de la captura de Silva la película ha sido impecable: se nos ha mostrado a un Bond más débil y confundido que nunca y a un oponente a su altura, que sabe utilizar la fragilidad de su estado en su contra. Pero una vez establecidas estas bases, la historia gira hacia terrenos demasiado conocidos, aunque no necesariamente dentro de la serie de James Bond. El mismo Sam Mendes ha declarado en varias entrevistas su admiración por la trilogía de Batman de Christopher Nolan, una influencia muy evidente, puesto que el personaje de Silva es demasiado deudor del Joker de El caballero oscuro y el origen de 007 tiene muchos puntos en común con el del hombre murciélago.
La segunda mitad del film es demasiado ambiciosa y tiene problemas a la hora de definirse. Mendes intenta volver a las esencias del personaje, montando un continuo homenaje a la saga Bond, para que 007 regrese a sus orígenes (tanto familiares como cinematográficos) y tome nuevas energías de cara a sus futuras aventuras, tomando como base un enfrentamiento entre tradición y modernidad. Pero además, para no despegarse de la realidad, de los miedos del mundo moderno, se muestra una insólita escena que remite a los dolorosos atentados del metro de Londres de julio de 2005: una herida en el corazón de la capital inglesa, que es como una herida en el alma de Bond.
El del director de Jarhead es un planteamiento muy interesante, pero parcialmente fallido por querer abarcar demasiado. Hubiera sido mejor utilizar imágenes del pasado de los personajes (tanto de Bond como de Silva) para potenciar los aspectos dramáticos del presente, que llegan lastrados al espectador. En cualquier caso, la originalidad del enfoque y el trabajo de definición del personaje hacen que el resultado final sea meramente positivo, sobre todo porque se ha disipado el antiguo miedo a buscar nuevos caminos para un 007 que llega a la cincuentena rebosante de salud en su tarea de seguir siendo un icono en el siglo XXI, como lo fue en el XX.
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