Aquí dejo la primera crítica del año, de un libro que terminé de leer ayer mismo. Ya lo hice hace diez años, cuando salió, y me dejó una honda impresión que he corroborado en esta segunda lectura. Esta novela es la mejor vacuna contra la tentación de las dictaduras. Se podría decir que el premio Nobel no ha prestigiado a Vargas Llosa, sino que Vargas Llosa ha prestigiado al Nobel. Aquí el enlace:
Rafael Leónidas Trujillo fue el dictador absoluto de la República Dominicana
durante treinta años, gobernando el país como si de su finca privada se
tratase, siendo el espejo perfecto en el que podían mirarse otros
muchos gobernantes antidemocráticos que asolaron latinoamérica durante
el siglo XX. El apoyo decidido de Estados Unidos, que lo sostenía como
un baluarte anticomunista y sus buenas relaciones con la Iglesia
Católica lograron que el régimen solo comenzara a tambalearse poco antes
del asesinato de Trujillo, periodo que recoge la novela de Vargas Llosa.
La técnica que utiliza el escritor peruano, premio Nobel en 2010, para retratar la dictadura de Trujillo es la de situarse en el punto de vista de varios personajes en momentos temporales distintos. La visita, décadas después de la muerte del dictador, de la hija de uno de sus antiguos ministros a Santo Domingo va a ser la excusa para recordar las circunstancias de los últimos tiempos del régimen. El mismo autor habla sobre las intenciones de su novela en una entrevista realizada por Nicolas Hellers y Fabian Vázquez y publicada en Literaturas.com:
"La historia fue construida desde el principio con el objetivo de volcarla a la ficción. Por supuesto, hay un poco de invención y otro tanto de memoria histórica, algunos personajes creados y otros reales; pero me propuse no atribuir a ningún personaje nada que no hubiera podido ocurrir dentro de las coordenadas sociales, políticas, morales e históricas que vivió la República Dominicana entre los años 1930 y 1961. En mi novela he procurado mostrar que la realidad desmesurada de la que hablo no se debe tanto a la naturaleza personal de Trujillo sino a la acumulación de poder, puesto que la crueldad es una manifestación de ese poder absoluto.
Lo cierto es que la realidad con la que me encontré era tan desmesurada y tremenda, que me ví obligado a rebajarla para darle más credibilidad. Sin duda es uno de esos casos donde la realidad supera a la ficción."
Trujillo es retratado como un ser adicto al culto a la personalidad, como Stalin lo fue en su día. Controlando las empresas estatales del país, y favoreciendo a su familia y allegados a través de nombramientos políticos y dispendios económicos, haciendo que su madre fuera llamada "Excelsa matrona" o su esposa "Prestante dama". En cambio, los sobrenombres que impuso a algunos de sus colaboradores resultaban mucho más humillantes: el "Constitucionalista beodo" o la "Inmundicia viviente".
Sus dos hijos, Ramfis y Rhadamés pronto se convirtieron en dos desechos humanos, adictos al alcohol y a las fiestas y a las mujeres, motivo de decepción para su padre y creadores de quebrantos para las finanzas del país. Por otra parte, el padre también era un depravado sexual que usaba su poder para mantener relaciones con chicas muy jóvenes, seleccionadas por sus colaboradores.
Trujillo era un ser temible en las distancias cortas. Vargas Llosa describe magistralmente en varias ocasiones como el llamado benefactor era capaz de dominar psicológicamente a cualquier interlocutor, que quedaba rendido por el poder de su mirada. Los más cercanos colaboradores de Trujillo no podían trabajar en completa tranquilidad, pues el tirano podía hacerles caer en desgracia en cualquier momento sin razón alguna, por lo que vivían en perpetua inseguridad.
Al dirigente dominicano le divertían sobremanera las mezquinas disputas entre sus subordinados para sentirse más cercanos al Jefe. Ser llamados para una breve charla durante los habituales paseos al atardecer que acostumbraba a realizar Trujillo era lo más parecido al éxtasis que podían experimentar. Era como si un solo hombre pudiera tener sometido a través de una especie de hipnosis colectiva a un país entero con la sola fuerza de su voluntad:
"(...) millones de personas, machacadas por la propaganda, por la falta de información, embrutecidas por el adoctrinamiento, el aislamiento, despojadas del libre albedrío, de voluntad y hasta de curiosidad por el miedo y la práctica del servilismo y la obsecuencia, llegaran a divinizar a Trujillo. No sólo a temerlo, sino a quererlo, como llegan a querer los hijos a los padres autoritarios, a convencerse de que azotes y castigos son por su bien."
La espina dorsal de la novela está conformada por la explicación pormenorizada de las motivaciones de los conspiradores que van a atentar contra la vida de Trujillo. Mientras afrontan una larga espera emboscados en un automóvil, cada uno recuerda episodios del pasado, en los que el lector se asoma a las intimidades del régimen trujillista, al funcionamiento de una dictadura perfecta, en la que el caudillo, a pesar de su edad y de la infección de próstata por la que padece frecuentes pérdidas de orina, mantiene una gran seguridad en sí mismo y en la viabilidad de un régimen del que él es único soporte.
Entre todos los personajes de "La fiesta del Chivo" hay uno realmente sorprendente, cuya historia es tan inverosímil que solo puede ser cierta. Se trata de Joaquín Balaguer, un personaje de apariencia insignificante, pero tan inteligente y sibilino que logró ser el verdadero triunfador tras la crisis abierta con la muerte de Trujillo, dejando a Ramfis Trujillo el poder militar (que torturó salvajemente a los conspiradores capturados, lo cual se retrata en uno de los capítulos más terribles de la novela), mientras él consolidaba su poder político.
Balaguer había colaborado con el dictador durante los treinta años de su mandato y, de hecho había calificado al dictador como un enviado de Dios en uno de sus más célebres discursos. En el momento del atentado era el presidente de la República. Presidente títere, por lo demás, pero él supo maniobrar para hacer valer su cargo y presentarse finalmente como el paladín de la transición a la democracia. Continuó en política prácticamente hasta su muerte, acaecida en 2002, alternando periodos en los que gozaba del poder con otros en la oposición o en el exilio. Un personaje sorprendente, un camaleón político capaz de adaptarse a cualquier circunstancia y enfrentar a cualquier opositor.
Mario Vargas Llosa firmó con ésta una de sus mejores obras, un estudio sobre el ejercicio del poder en sus vertientes política, sociológica y ética. Con esta novela el peruano continua la ilustre tradición de narraciones sobre dictaduras latinoamericanas que cuenta con precedentes como "El señor Presidente", de Miguel Ángel Asturias, "Yo, el supremo", de Augusto Roa Bastos o "El otoño del patriarca", de Gabriel García Márquez. Estirpe de dictadores enfermos de poder, incapaces de verdadera amistad, en los que la relación con sus colaboradores se basa en el miedo. Material, en suma, de grandes obras literarias.
La técnica que utiliza el escritor peruano, premio Nobel en 2010, para retratar la dictadura de Trujillo es la de situarse en el punto de vista de varios personajes en momentos temporales distintos. La visita, décadas después de la muerte del dictador, de la hija de uno de sus antiguos ministros a Santo Domingo va a ser la excusa para recordar las circunstancias de los últimos tiempos del régimen. El mismo autor habla sobre las intenciones de su novela en una entrevista realizada por Nicolas Hellers y Fabian Vázquez y publicada en Literaturas.com:
"La historia fue construida desde el principio con el objetivo de volcarla a la ficción. Por supuesto, hay un poco de invención y otro tanto de memoria histórica, algunos personajes creados y otros reales; pero me propuse no atribuir a ningún personaje nada que no hubiera podido ocurrir dentro de las coordenadas sociales, políticas, morales e históricas que vivió la República Dominicana entre los años 1930 y 1961. En mi novela he procurado mostrar que la realidad desmesurada de la que hablo no se debe tanto a la naturaleza personal de Trujillo sino a la acumulación de poder, puesto que la crueldad es una manifestación de ese poder absoluto.
Lo cierto es que la realidad con la que me encontré era tan desmesurada y tremenda, que me ví obligado a rebajarla para darle más credibilidad. Sin duda es uno de esos casos donde la realidad supera a la ficción."
Trujillo es retratado como un ser adicto al culto a la personalidad, como Stalin lo fue en su día. Controlando las empresas estatales del país, y favoreciendo a su familia y allegados a través de nombramientos políticos y dispendios económicos, haciendo que su madre fuera llamada "Excelsa matrona" o su esposa "Prestante dama". En cambio, los sobrenombres que impuso a algunos de sus colaboradores resultaban mucho más humillantes: el "Constitucionalista beodo" o la "Inmundicia viviente".
Sus dos hijos, Ramfis y Rhadamés pronto se convirtieron en dos desechos humanos, adictos al alcohol y a las fiestas y a las mujeres, motivo de decepción para su padre y creadores de quebrantos para las finanzas del país. Por otra parte, el padre también era un depravado sexual que usaba su poder para mantener relaciones con chicas muy jóvenes, seleccionadas por sus colaboradores.
Trujillo era un ser temible en las distancias cortas. Vargas Llosa describe magistralmente en varias ocasiones como el llamado benefactor era capaz de dominar psicológicamente a cualquier interlocutor, que quedaba rendido por el poder de su mirada. Los más cercanos colaboradores de Trujillo no podían trabajar en completa tranquilidad, pues el tirano podía hacerles caer en desgracia en cualquier momento sin razón alguna, por lo que vivían en perpetua inseguridad.
Al dirigente dominicano le divertían sobremanera las mezquinas disputas entre sus subordinados para sentirse más cercanos al Jefe. Ser llamados para una breve charla durante los habituales paseos al atardecer que acostumbraba a realizar Trujillo era lo más parecido al éxtasis que podían experimentar. Era como si un solo hombre pudiera tener sometido a través de una especie de hipnosis colectiva a un país entero con la sola fuerza de su voluntad:
"(...) millones de personas, machacadas por la propaganda, por la falta de información, embrutecidas por el adoctrinamiento, el aislamiento, despojadas del libre albedrío, de voluntad y hasta de curiosidad por el miedo y la práctica del servilismo y la obsecuencia, llegaran a divinizar a Trujillo. No sólo a temerlo, sino a quererlo, como llegan a querer los hijos a los padres autoritarios, a convencerse de que azotes y castigos son por su bien."
La espina dorsal de la novela está conformada por la explicación pormenorizada de las motivaciones de los conspiradores que van a atentar contra la vida de Trujillo. Mientras afrontan una larga espera emboscados en un automóvil, cada uno recuerda episodios del pasado, en los que el lector se asoma a las intimidades del régimen trujillista, al funcionamiento de una dictadura perfecta, en la que el caudillo, a pesar de su edad y de la infección de próstata por la que padece frecuentes pérdidas de orina, mantiene una gran seguridad en sí mismo y en la viabilidad de un régimen del que él es único soporte.
Entre todos los personajes de "La fiesta del Chivo" hay uno realmente sorprendente, cuya historia es tan inverosímil que solo puede ser cierta. Se trata de Joaquín Balaguer, un personaje de apariencia insignificante, pero tan inteligente y sibilino que logró ser el verdadero triunfador tras la crisis abierta con la muerte de Trujillo, dejando a Ramfis Trujillo el poder militar (que torturó salvajemente a los conspiradores capturados, lo cual se retrata en uno de los capítulos más terribles de la novela), mientras él consolidaba su poder político.
Balaguer había colaborado con el dictador durante los treinta años de su mandato y, de hecho había calificado al dictador como un enviado de Dios en uno de sus más célebres discursos. En el momento del atentado era el presidente de la República. Presidente títere, por lo demás, pero él supo maniobrar para hacer valer su cargo y presentarse finalmente como el paladín de la transición a la democracia. Continuó en política prácticamente hasta su muerte, acaecida en 2002, alternando periodos en los que gozaba del poder con otros en la oposición o en el exilio. Un personaje sorprendente, un camaleón político capaz de adaptarse a cualquier circunstancia y enfrentar a cualquier opositor.
Mario Vargas Llosa firmó con ésta una de sus mejores obras, un estudio sobre el ejercicio del poder en sus vertientes política, sociológica y ética. Con esta novela el peruano continua la ilustre tradición de narraciones sobre dictaduras latinoamericanas que cuenta con precedentes como "El señor Presidente", de Miguel Ángel Asturias, "Yo, el supremo", de Augusto Roa Bastos o "El otoño del patriarca", de Gabriel García Márquez. Estirpe de dictadores enfermos de poder, incapaces de verdadera amistad, en los que la relación con sus colaboradores se basa en el miedo. Material, en suma, de grandes obras literarias.
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