miércoles, 28 de marzo de 2018

BIOGRAFÍA DEL SILENCIO (2012), DE PABLO D´ORS. BREVE ENSAYO SOBRE LA MEDITACIÓN.

El comentar que la vida actual no nos deja tiempo para dedicarnos a nosotros mismos es uno de esos tópicos de cuya certeza prácticamente nadie duda. Quienes tienen que compatibilizar el ser padres con trabajos cada vez más estresantes y exigentes, solo piensan en volver a casa para cenar y quedarse dormidos viendo la tele. Así que hablar de dedicar un espacio diario a la meditación en estos tiempos resulta algo casi extravagante. Pero esta es la propuesta que realiza el escritor y sacerdote Pablo d Ors, en un ensayo tan pequeño como intenso y honesto. 

D Ors no quiere engañar al lector: él parte de su experiencia personal y de su técnica de meditación: la más dura y cruda, consistente en sentarse a solas y en completo silencio, en una postura vagamente incómoda y dejar a la mente a su libre albedrío. Una actividad a la vez sencilla y complicada, desesperante y, según nos dice él, intensamente terapeútica. Si a diario la publicidad nos machaca con la necesidad de que vivamos experiencias cada vez más intensas, las coleccionemos y las subamos de inmediato a nuestras redes sociales. Según el autor, es mejor tener pocas experiencias, pero que éstas sean de calidad durarera, de ritmo pausado, que nos marquen y nos cambien. En realidad la meditación consiste en simplificar el mundo para comprenderlo mejor y advertir hasta que punto formamos parte del mismo:

"Para alguien como yo, occidental hasta la médula, fue un gran logro comprender, y empezar a vivir, que yo podía estar sin pensar, sin proyectar, sin imaginar, estar sin aprovechar, sin rendir: un estar en el mundo, un confundirme con él, un ser del mundo y el mundo mismo sin las cartesianas divisiones o distinciones a las que tan acostumbrado estaba por mi formación." 

La meditación se define también como una especie de filosofía del presente, en la que no caben miedos ni ansiedades. Además, es posible que con ella nos conozcamos mejor (al yo del presente) y nos perdonemos a nosotros mismos nuestras acciones erróeneas del pasado. Además, también ayuda a construir herramientas íntimas que permitan afrontar los problemas futuros, hasta el punto de lograr no darles importancia, vivirlos como eventualidades lógicas de nuestro ciclo vital, sin dramas y, por lo tanto, sin sufrimientos inútiles.

"La práctica de la meditación a la que me estoy refieriendo puede seguramente resumirse en saber estar aquí y ahora. No otro lugar, no otro tiempo. (...) Queremos estar con nosotros: nuestra inconsciencia habitual lo rehuye, pero nuestra conciencia más honda lo sabe."

Por supuesto que se trata de un viaje difícil. Los resultados nos son rápidos y a veces no llegan nunca. Personalmente, nunca he practicado meditación. Supongo que será por falta de paciencia, más que de tiempo y que mi mejor forma de relajarme, de encontrarme conmigo mismo, se produce cuando estoy en silencio con un buen libro entre las manos. Quizá algún día pruebe la interesante propuesta de D´Ors, pero no será pronto, creo. La promesa del fin de los miedos y la ansiedad que continuamente atenazan al ser humano es muy tentadora, pero el camino muy árido. Lo mejor es acercarse a este librito, que casi se lee de una sentada y que cada uno le saque el provecho que mejor convenga a su forma de vida.

lunes, 26 de marzo de 2018

TRES ANUNCIOS EN LAS AFUERAS (2017), DE MARTIN MCDONAGH. EL DISCURSO MÁS INQUIETANTE.

Está bastante claro que las libertades artísticas viven un moneto de regresión en occidente. Y la razón no es el advenimiento de una nueva ola de totalitarismo, como la que acechó a Europa en los años treinta - aunque la llegada de Trump a la Casa Blanca pudiera hacer pensar lo contrario -, sino la dictadura de lo políticamente correcto, cada vez más evidente en los últimos productos que Hollywood está produciendo. Es estupendo que se lancen nuevas historias protagonizadas y dirigidas por mujeres y que otorguen visivilidad a minorías que hasta ahora solo han tenido cabida en la pantalla grande como estereotipos. Un ejemplo positivo de esta nueva tendencia es la magnífica serie Happy Valley, que muestra a una protagonista cuya heroicidad cotidiana es tan humana como imperfecta, por lo que sus capítulos se insertan en una realidad verosímil. Pero, al final, el infierno está empederado de buenas intenciones: decirle a los creadores qué historias deben contar, qué género deben tener sus protagonistas, qué razas son las opresoras y cuáles las oprimidas hace que surjan productos tan inverosímiles como la nueva película de McDonagh, que suspende absurdamente su credibilidad en pos de un discurso ideológico muy concreto.

Tres anuncios en las afueras (y aviso que a partir de aquí voy a desvelar partes esenciales de la trama), nos presenta a Mildred Hayes, una mujer madura que acaba de perder a su hija de la peor manera posible: violada y asesinada. Como estima que la policía de su localidad no ha hecho gran cosa para capturar al asesino, decide denunciar la situación pagando la instalación de tres anuncios en las afueras del pueblo que culpabilizan directamente al jefe de policía, William Willoughby, un profesional honesto y muy apreciado por sus conciudadanos y que, para más inri, es víctima de una enfermedad terminal, aunque eso no le impide seguir vistiendo el uniforme.

Con esta premisa de inicio, el conflicto entre la madre coraje y el resto de los personajes está servido. Mildred no acepta las explicaciones que le da el jefe de policía en el sentido de que se ha hecho todo lo posible por resolver el caso. Ella es una madre justificadamente airada, que no es capaz de observar nada más allá de su dolor. Para complicarlo todo más aparecen en escena otros elementos: un policía racista y el marido de Mildred, un maltratador que la ha dejado para irse a vivir con una jovencita de diecinueve años. Ya antes del asesinato de su hija la vida de Mildred era un eterno conflicto familiar. En cierto momento de la película nos enteramos que la noche fatal de la violación y asesinato, se negó a dejarle el coche a su hija. "Pues volveré andando, puede que me violen", le dice la hija. "Ojalá te violen", contesta la madre. Todo muy tremendo.

Pero es que Tres anuncios en las afueras no solo dibuja situaciones y personajes con trazo grueso, sino que suspende la credibilidad de la trama en numerosas ocasiones: el policía racista le pega una paliza a un ciudadano y lo arroja por la ventana a plena luz del día y frente a la comisaría. El nuevo comisario - un negro que llama blanquitos a sus subordinados - asiste impasible a la escena y luego le pide la placa y el arma al violento policía y le deja ir a casa, como si un intento de asesinato realizado por un representante de la autoridad no tuviera más consecuencias. Esa noche, Mildred, harta de todo, arroja numerosos cócteles Molotov a la Comisaría y la incendia. Al parecer, la Comisaría tiene un horario parecido al de El Corte inglés y cierra por las noches, aunque, a diferencia de los grandes almacenes, la policía no estima que haya que dejar en la misma vigilancia alguna. Casualmente, el policía racista, que ha sido suspendido en la escena anterior, estaba dentro, porque le han dejado realizar una última visita, a solas, para recoger una carta que le escribió el jefe de policía poco antes de suicidarse, para evitar a su familia la agonía de verle sucumbir a la enfermedad. A punto de morir abrasado, el policía racista es ingresado - también casualmente - en la misma habitación del joven al que ha estado a punto de matar. Como es lógico, el joven, al reconocerle, le perdona de inmediato y le ofrece un zumo en señal de amistad. Como es lógico también, la consecuencia de todo ello es que el policía racista cambie de repente y se convierta de la noche a la mañana en un ser concienciado, hasta el punto de que convierta la lucha de su hasta entonces odiada Mildred en una cruzada personal.

Pero es que no acaban aquí las escenas surrealistas: en un determinado momento Mildred recibe la visita de su marido, el maltratador. Como éste no soporta su actitud borde y su lenguaje soez, no se le ocurre otra cosa que agarrarla fuertemente del cuello contra la pared de la cocina. Viendo la situación, el hijo de ambos no duda en tomar un cuchillo y ponerlo en el cuello de su padre. A todo esto, entra en la habitación la joven novia del maltratador. Echa una mirada a la situación, sonríe y pregunta dónde está el baño. Se lo indican y los tres que estaban a punto de matarse se tranquilizan inmediatamente, se sientan a desayunar y Mildred abraza a su exmarido cuando éste recuerda a la hija muerta: todo muy creíble. Como la trama tiene que tener un final, el director se inventa la visita de un tipo a la tienda que regenta la protagonista que, sin comerlo ni beberlo, insinùa que es un violador y luego se marcha. Posteriormente, el expolicía racista escucha por casualidad a ese mismo tipo alardeando de su hazaña: se pelea con él (una sutil treta para conseguir una muestra de su sangre) y con ella va triunfante a la Comisaría de la que le echaron (por cierto, tampoco conocemos cómo es tan rápida y milagrosa la recuperación de un tipo con medio cuerpo quemado, pese a las terribles secuelas que muestra), dónde no tienen problema en cotejarla con los archivos a nivel nacional. El resultado es negativo: el tipo no es el violador de la hija de Mildred. Pero a pesar de todo, es un violador. ¿No ha alardeado él mismo de ello? ¿qué otras pruebas harian falta? Así que lo más lógico, al menos desde el punto de vista de Mildred y el expolicía racista es buscarlo y matarlo. Ni siquiera Harry el sucio se hubiera atrevido a tanto, pero así son estos tiempos. Las garantías jurídicas pueden quedar suspendidas en ciertos casos y no estaría mal - según dice Mildred en un determinado momento - crear un registro genético que incluya a todos los hombres nada más nacer, para así tener bajo a control a todos los potenciales violadores, que incluyen al cien por cien de la población masculina. Por suerte, el perturbado discurso de Mildred, propio de una madre dolorida y desesperada, es contestado por el jefe de policía (esta escena transcurre poco antes de su suicidio), recordándole que los derechos civiles todavía existen.

Desde un punto de vista formal, Tres anuncios en las afueras es una película solvente, pero con un guión desastroso, repleto de agujeros, cuyo único afán es mostrar un determinado discurso ideológico a costa de lo que haga falta. Antes, muchos críticos cinematográficos tildaban las películas de Harry el sucio o las protagonizadas por Charles Bronson en su eterno papel de justiciero urbano, como de ideología fascista, simplemente porque los protagonistas se tomaban la justicia por su mano y mostraban al espectador que sus métodos eran infinitamente más efectivos que una justicia excesivamente garantista, lenta y ineficaz. ¿De veras Tres anuncios en las afueras puede calificarse de película progresista? Y si es así ¿hasta que cotas está llegando el llamado progresismo, que era un concepto muy distinto hace solo un par de décadas?

jueves, 15 de marzo de 2018

EL FIN DE LA FE (2004), DE SAM HARRIS. RELIGIÓN VS MODERNIDAD.

La religión es una de esas instituciones creadas por los humanos que pueden permanecer durante siglos influyendo poderosamente en los comportamientos o incluso llegar a regular la entera vida social. Sin embargo, suele obviarse que muchas creencias, que en su momento vivieron su esplendor, terminaron siendo olvidadas, a pesar de que sus devotos pensaban que durarían para siempre (algo muy lógico si se piensa que la propia fe es una verdad eterna e inmutable). Que en pleno siglo XXI, una de las mayores preocupaciones de la Humanidad sea todavía el radicalismo religioso, dice mucho de la relatividad del progreso humano. 

El discurso de Harris es contundente y claro: la racionalidad y el discurso científico son infinitamente superiores a cualquier ideología religiosa basada casi siempre en escritos que pueden contar con cierta belleza literaria, pero que siempre son absurdos, enemigos de la libertad e intolerantes con otras creencias o estilos de pensamiento cuando han gozado del poder político. Las religiones no suelen evolucionar desde dentro, sino arrastradas por la marea social, que consigue que se vayan adaptando a los nuevos tiempos - siempre de manera lenta e insuficiente - para evitar desaparecer. Sin embargo, aunque han ido perdiendo capacidad de influencia, el prestigio del creyente sigue intacto. La fe es una especie de don que no puede criticarse, por lo que equipararlo a otro tipo de creencias que sí pueden ser criticadas, está mal visto:

"(...) las creencias religiosas quedan al margen de cualquier discurso racional. Se considera de mala educación criticar la idea que tenga alguien sobre Dios y la otra vida, pudiéndose criticar sus ideas sobre física o historia. (...) La fe, en sí misma, siempre es exonerada de toda culpa, en todas partes."

Pero para Sam Harris la fe religiosa puede ser la semilla que lleve nada menos que a la destrucción de la raza humana, si alguna vez los radicales islámicos se hacen con una arsenal de armas de destrucción masiva o químicas, pues esta es gente sin escrúpulos que considera que la auténtica existencia está en el más allá, lo que les lleva a cometer suicidio - lo que siempre ha sido un tabú religioso - con tal de llevarse por delante a un buen puñado de infieles. Y este comportamiento inhumano no lo provoca una interpretación errónea del Corán, sino una lectura literal del mismo, o al menos de algunas de sus partes. El que se suicida matando tiene buenas razones para hacerlo. Y éstas son escalofriantemente claras:

"¿Por qué un grupo de diecinueve hombres cultos y de clase media renunciaron a su vida en este mundo por el privilegio de matar a miles de nuestros vecinos? Porque creían que, con ello, irían directos al paraíso. No es habitual que la conducta de los seres humanos quede explicada de forma tan satisfactoria y completa. ¿Por qué somos tan reticentes a aceptar esa explicación?"

Tampoco es cierto que la religión desdeñe siempre las pruebas científicas de los hechos: se abraza a ellas fervientemente cuando éstas pueden probar alguno de los extremos de la fe defendida, aunque se desdeñen - caso de la teoría de la Evolución - cuando contradicen los escritos sagrados, aunque después tengan que rendirse a la evidencia a regañadientes. Por suerte en occidente la religión ya no está a la vanguardia del pensamiento, pero en sociedades de Oriente Medio y Asia esto está a la orden del día y todo puede ser sacrificado a la mayor gloria de Alá, derechos humanos incluidos. Si la democracia y los derechos civiles, creaciones occidentales, chocan con la religión, la democracia y los derechos civiles no tienen validez. 

Sin embargo la religión es protegida, mimada y financiada en numerosos países en los que las ideas ilustradas dejaron su huella. La fe religiosa sigue apreciándose como un elemento positivo de la vida ciudadana y su crítica profunda es algo de mal gusto: quienes la ejercitan suelen ser calificados de intolerantes. Por suerte nuestro perspectiva dista mucho de la de aquellos países en las que uno puede ser condenado a muerte por blasfemia o la máxima aspiración académica a la que se puede llegar es ser un experto recitador del Corán. Todavía queda mucho para que el mundo se vea libre de la lacra de la violencia religiosa (de la cual occidente solo recibe leves zarpazos, en comparación con el panorama de otras zonas del mundo) y libros tan valientes y polémicos como El fin de la fe, ayudan a poner en pie los términos de un debate muy necesario.

sábado, 10 de marzo de 2018

EL GATOPARDO (1958), DE GIUSEPPE TOMASI DI LAMPEDUSA Y DE LUCHINO VISCONTI (1963). EL ESPLENDOR DE LA DECADENCIA.

El de Lampedusa es uno de los casos más insólitos de la historia de la literatura. Siendo un perfecto desconocido y ya en el umbral de la muerte, entregó un manuscrito que había de ser publicado hasta un año después de su fallecimiento y por un editor distinto al que el escritor pretendió originariamente. En cualquier caso, El gatopardo fue un éxito casi inmediato, una obra maestra que gozó de un insólito reconocimiento popular y de la que muy pronto se realizó una adaptación cinematográfica que ha quedado como una de las mejores películas de la historia. El pobre Lampedusa, un hombre descendiente del esplendor de la nobleza siciliana, siempre fue un intelectual discreto: nadie habría dicho que dedicaría parte de su madurez a concebir un milagroso clásico instantáneo.

Quizá las iniciales dificultades para su publicación se debieron a la moda del momento de impregnar de sesgo ideológico izquierdista las novelas. Una narración no era válida si no era un instrumento de emancipación de la clase obrera o de denuncia de las condiciones de pobreza de los desheredados. Y El gatopardo no tiene nada de eso: se trata de una evocación casi nostálgica de un mundo que ya no existe y su transformación, lenta pero segura, en otro muy distinto, pero que en el fondo va a seguir dejando el poder y el dinero a unos pocos elegidos: todo va a cambiar para que todo siga igual.

El gran protagonista de la novela es el príncipe Fabrizio, heredero del patrimonio de la antigua familia Salina, una de las más poderosas - en un sentido casi feudal - de la isla de Sicilia. Cuando comienza la novela, con un Frabrizio ya maduro, éste ya se ha dado cuenta de que la forma de vida de sus antepasados está en decadencia: Garibaldi acaba de desembarcar en la isla y ha comenzado lo que muchos esperan que sea una revolución emancipadora para los de abajo y otros - los más inteligentes o menos escrupulosos -  sienten como la oportunidad de hacerse con los privilegios y propiedades de la nobleza para fundar nuevas y poderosas dinastías. El representante más obvio de esta tendencia es don Calogero, un hombre de orígenes humildísimos, cuyo talento natural para bregar e ir acumulando una gran fortuna al albur de los acontecimientos y convertirse en un mediador entre la antigua nobleza y los nuevos gobernantes de Italia.

Pero quizá el personaje más inteligente de todos sea el de Tancredi, el sobrino de don Frabrizio, un joven inteligente y audaz, que comprende enseguida que la situación exige una alianza con el vencedor y desde primera hora lucha junto a las tropas de Garibaldi, tratando así de proteger los intereses de su familia, así como los suyos propios: su matrimonio con la bella hija de don Calogero va a suponer simbólicamente la unión de lo antiguo y lo nuevo que va a permitir que las cosas parezcan cambiar para que al final todo siga igual. No obstante, el orgullo de las antiguas familias permanece. Aunque tengan que empezar a relacionarse con arribistas, el sentimiento de superioridad queda intacto:

"Nosotros somos leopardos y leones, quienes tomarán nuestro lugar serán hienas y chacales. Pero los leones, leopardos y ovejas seguiremos considerándonos como la sal de la tierra."

Junto a la decadencia de su familia, don Frabrizio tiene tiempo de reflexionar sobre la decadencia propia, acerca del sentido de su vida y de su posición en el nuevo mundo, una realidad en la que debe sufrir humillaciones tan indignantes para sí mismo como inapreciables para el común de los mortales. No obstante, de algo sí que está seguro: Sicilia jamás progresará al ritmo del resto del país. El Sur es un país anquilosado, pagado de sí mismo y demasiado orgulloso de su pasado y su presente como para pensar en cambios:

"(...) los Sicilianos jamás querrán mejorar por la sencilla razón de que se creen perfectos; en ellos la vanidad es más fuerte que la miseria; toda intromisión de extraños (...) es un ataque contra el sueño de perfección en que se hallan sumidos, una amenaza contra la calma satisfecha con que aguardan la nada. (...) La razón de esa diferencia debe buscarse en el sentimiento de superioridad que brilla en la mirada de cualquier Siciliano, y que nosotros llamamos orgullo pero en realidad es ceguera."

La adaptación que realizó Visconti recoge fielmente el espíritu de la novela, basándose en una puesta en escena fastuosa y en una elección de reparto realmente acertada. Quizá el único pero que cabría ponerle a la película es la escena de la toma de Palermo por las tropas garibaldina, tan artificiosa y poco realista que resulta un poco ridíciula vista hoy día, pero este pequeño escollo no obsta para que el resto del conjunto conforme una auténtica obra maestra que hace justicia al maravilloso texto en el que se basa.

viernes, 2 de marzo de 2018

LA CANCIÓN DEL VERDUGO (1979), DE NORMAN MAILER. PENA DE VIDA.

El derecho penal estadounidense goza de un sistema de garantías para los acusados comparable a cualquiera de los países de Europa. Pero cuenta con una anomalía en algunos Estados: la vigencia de la pena de muerte, algo que se desterró hace tiempo de la mayoría de los sistemas judiciales democráticos. La pena de muerte es algo irreversible, una especie de rendición del Estado ante un individuo al que estima que jamás podrá volver a reinsertar en la sociedad, alguien que sobra y que debe ser eliminado de la humanidad. Por eso sucede con tanta frecuencia que los sentenciados a la pena capital pasan tantos años de espera en el corredor de la muerte: el sistema de recursos y apelaciones es tan complejo que llevar a cabo una ejecución conlleva inimaginables trámites burocráticos. Como si a la justicia, una vez condenado el reo, se pusiera nerviosa ante la perspectiva de tener que proceder a su ejecución.

Precisamente de estas veleidades del sistema se aprovechó el asesino Gary Gilmore para cimentar su fama: cuando fue condenado a muerte por la ejecución de dos homicidios, aceptó su condena sin rechistar: no quiso recurrir la sentencia y pidió que su ejecución (eligió morir fusilado) llegara lo antes posible. Ante este insólito desprendimiento de la propia vida, muy bien aprovechado por periódicos y televisiones, se montó todo un espectáculo mediático y judicial que mantuvo el suspense hasta el mismo instante del fusilamiento de Gilmore. Lo mejor es que de todo eso nació este magistral libro de un Norman Mailer que no se conforma con relatar los últimos meses de vida de su protagonista, sino que indaga en su pasado en un intento, quizá vano, pero igualmente fascinante, de indagar en las motivaciones más profundas que llevaron a Gilmore a convertirse en un asesino a sangre fría.

Después de pasar la mayor parte de su vida adulta en reformatorios y cárceles, el Gilmore treinteañero que abandonó la prisión en libertad condicional era un ser con la personalidad moldeada a base de experiencias negativas (una de las pocas verdades que manifiesta a lo largo de esta novela-reportaje es que la cárcel no sirve para redimir a nadie, solo para afianzar el carácter criminal del reo), pero al que se le ofrecen todo tipo de oportunidades de reinserción. Su familia - sobre todo su prima y su tío - le acogen de buen grado y le buscan un empleo. La buena voluntad manifestada en los primeros meses irá poco a poco abandonando a Gilmore, cuando se va dando cuenta de que es mucho más fácil robar lo que necesita (sobre todo latas de cerveza) que ganar un magro sueldo a base de madrugones y esfuerzo. Sus robos irán volviéndose cada vez más descarados (nadie parece querer meterse en líos con él), hasta que un día llega a acompañarlos de asesinatos. El Estado de Utah queda conmocionado ante la sangre fría mostrada por un asesino que ni siquiera se ha esforzado demasiado en borrar sus huellas: como si lo que realmente quisiera en el fondo de su alma fuera volver al lugar a que realmente pertenece: la prisión.

El personaje de Nicole Baker es una figura casi tan importante como el propio Gilmore en La canción del verdugo. Amante de Gilmore, Baker sentía por su figura amor y devoción a partes iguales, hasta el punto de que, cuando el criminal ya estaba encerrado esperando la fecha de su muerte, aceptó un suicidio sincronizado con él, acción que la llevó al borde la muerte. Se cree que Gilmore, a su vez, no tomó, de manera consciente, una dosis letal suficiente. Lo único que le importaba es que su amante no volviera a estar con hombre alguno. Como es de suponer, la vida anterior de Nicole había consistido en una sucesión de amantes violentos y desequilibrados, entre los que Gilmore supuso la guinda. Embargada por una evidente hibristofilía, su amor aumentó cuando conoció las atrocidades ejecutadas por Gilmore, a pesar de que pocas semanas antes, éste la había agredido con gran violencia. 

A partir de su encierro en la prisión de máxima seguridad esperando la fecha definitiva de su ejecución, la narración se convierte en una crónica muy detallada de la vida y pensamientos de Gilmore una vez que ha aceptado su muerte casi con tanta frialdad como había quitado dos vidas. Aquí es inevitable que al autor se le escape cierta simpatía por su biografiado, alguien que era capaz de bromear sobre sí mismo y mostrarse afable - cuando le convenía - con sus numerosos interlocutores de aquellos meses, además de mostrarse como un escritor de cartas - sobre todo las amorosas, dirigidas a Nicole - muy peculiar, capaz en un mismo párrafo de expresar sus sentimientos amorosos de manera muy notable e insultar a sus carceleros con el lenguaje más soez. En estos últimos capítulos de La canción del verdugo se intuye que Gilmore estaba disfrutando del revuelo mediático que había levantado su caso, de la movilización insólita de abogados, jueces, fiscales y periodistas que había producido y del aura mítica que le estaba otorgando su decisión de enfrentarse a la muerte sin más demora: quizá lo que le más importaba era mostrarse ante sí mismo como todo un hombre.

Y es precisamente en estas páginas cuando la narración de Mailer se muestra más vibrante, dedicada a describir el circo que tenia enloquecido a todo un país a la vez que los sentimientos de los dos amantes que jamás podrán volver a verse (quizá sí en alguna reencarnación, según creencia de Gilmore). Si para algo sirve la lectura de La canción del verdugo, además de para disfrutar de la prosa del autor de Los desnudos y los muertos (a pesar de la pésima traducción que ofrece Anagrama) es para dar otra vuelta de tuerca al absurdo de la pena de muerte, al sufrimiento que provoca, al revuelo mediático que produce y a su poca efectividad reparatoria del mal causado.