En 1937 las autoridades alemanas le retiraron la nacionalidad, pero desde mucho antes ya se había convertido en uno de esos seres apátridas que vagaban por el mundo en busca de un lugar donde establecerse, que tan bien describió Stefan Zweig en sus memorias. Finalmente Arendt se estableció en los Estados Unidos, desde donde comenzó a publicar, entre otras muchas cosas, sus escritos acerca del totalitarismo, un tema que siempre le interesó, por haber vivido sus consecuencias en primera persona.

Fruto de este interés fue la escritura del ensayo Eichmann en Jerusalén, donde Arendt tuvo la oportunidad de estudiar a un miembro relevante del sistema de exterminio nazi: el teniente coronel de las SS Adolf Eichmann, que fue juzgado y condenado a muerte en 1961 en Jerusalén por un tribunal judío después de haber sido secuestrado en Argentina.

El juicio de Eichmann ha dado para muchas páginas de análisis jurídico y moral. Su captura en Argentina, violando la soberanía de un país y su traslado clandestino a Israel, fue justificada como una acción lícita de las principales víctimas del Holocausto nazi. Existía un claro precedente a este proceso: el de Nuremberg, donde se juzgó a algunos de los principales dirigentes nazis inmediatamente después de la Segunda Guerra Mundial por un tribunal formado por los vencedores. Pero para el Estado de Israel, el juicio verdadero era el de las víctimas:

"Al igual que todos los ciudadanos de Israel, el fiscal Hausner estaba convencido de que tan solo un tribunal judío podía hacer justicia a los judíos y de que a estos competía juzgar a sus enemigos. De ahí que en Israel hubiera general aversión hacia la idea de que un Tribunal Internacional acusara a Eichmann, no de haber cometido crímenes "contra el pueblo judío", sino crímenes contra la humanidad, perpetrados en el cuerpo del pueblo judío."

En Nuremberg se había juzgado a los acusados bajo principios novedosos, sobre todo porque se trataba de delitos que no estaban tipificados en el momento de ser cometidos, delitos tan complejos como horrendos, cometidos a la vez en muchos países y realizados por gran cantidad de cooperadores necesarios. Se trataba de una aplicación retroactiva de la ley penal, al menos desde el punto de vista de los acusados, que se defendieron siempre, al igual que lo hizo Eichmann, alegando que en el momento de cometerse los actos que se juzgaban, ellos cumplían estrictamente con la ley vigente en Alemania y además lo hacían en cumplimiento de órdenes, en virtud de la obediencia debida a sus superiores.

Durante el proceso se repasó la carrera de Eichmann dentro de las SS, sobre todo respecto a sus responsabilidades como responsable de logística y transportes en el exterminio de los judíos, una especie de alto funcionario encargado de optimizar los esfuerzos de la industria del Holocausto. Hay que tener en cuenta que Eichmann jamás mató a nadie con sus propias manos. Los propios nazis, en las fases más avanzadas e industrializadas del Holocausto, procuraron que fueran comandos especiales de prisioneros judíos los que se encargaran de dar muerte a sus congéneres. En las ocasiones en las que el propio Eichmann fue testigo directo de torturas o matanzas, tales visiones le destrozaron, según su propio testimonio.

Así pues tenemos a un hombre que dice trabajar para el Estado realizando una importante labor en cumplimiento de órdenes superiores, aún cuando manifieste odiar las consecuencias finales de la labor que realiza. Su jefe Himmler expresó muy bien dichas contradicciones en uno de sus discursos:

"Haber dado el paso al frente y haber permanecido íntegros, salvo excepcionales casos explicables por la humana debilidad, es lo que nos ha hecho fuertes. Esta es una gloriosa página de nuestra historia que jamás había sido escrita y que no volverá a escribirse. (...) Sabemos muy bien que lo que de vosotros esperamos es algo sobrehumano, esperamos que seáis sobrehumanamente inhumanos."

Adolf Eichmann participó a principios de 1942 en la Conferencia de Wansee, presidida por Reinhard Heydrich, donde se discutió acerca de la "solución final" del problema judío, es decir acerca de los métodos de exterminio. A partir de entonces se sintió especialmente amparado en su labor y se entregó a ella con terrible entusiasmo. Eichmann procuraba la cooperación de las autoridades del país que se pretendía limpiar de judíos y procuraba la colaboración de los líderes de la comunidad judía para llevar a cabo las deportaciones. En algunos lugares, como Dinamarca, la resistencia pasiva de sus dirigentes y población hizo casi imposible dichas deportaciones. En cualquier caso, durante el juicio, él siempre derivó la responsabilidad de dichas acciones a otros, tal y como dijo en su última declaración ante el tribunal:

"El tribunal no le había comprendido. Él nunca odió a los judíos, y nunca deseó la muerte de un ser humano. Su culpa provenía de la obediencia, y la obediencia es una virtud harto alabada. Los dirigentes nazis habían abusado de su bondad. Él no formaba parte del reducido círculo directivo, él era una víctima, y únicamente los dirigentes merecían el castigo."

Durante el juicio Eichmann se mostró en muchas ocasiones como un ser fuera de la realidad, pleno de contradicciones. A primera vista se trataba de un ser anodino, amable en el trato, lo más opuesto a la imagen que se tiene comúnmente de un asesino de masas, pero había mucho más en su interior de lo que mostraba en un examen superficial. El periodista italiano Enrico Emanuelli, que al igual que Arendt fue testigo del proceso describe así a Eichmann:

"A medida que hablaba se mostraba como un hombre miedoso, guiado por un ánimo vil sostenido por un pensamiento tortuoso e infantil (...) En realidad, el degenarado organizador de campos de la muerte, donde todo funcionaba con la velocidad de la hoz que siega el grano, se revelaba como lo que siempre fue: un vanidoso sin sentido moral ni sensibilidad. Era uno de aquellos tipos que por ignorancia creen tener siempre razón; un débil que hallándose entre las manos un gran poder, pierde hasta la dignidad de sí mismo."

Al concluir la lectura de este libro extraordinario, el lector no puede sustraerse de la impresión de que, en otras circunstancias, Eichmann habría tenido una vida gris, en cualquier oficina y jamás habría manifestado instinto asesino alguno. Fueron sus circunstancias personales, la debilidad de su carácter y la falta absoluta de ética propia de los nazis las que le llevaron a cooperar en tan terribles crímenes, aunque él lo hiciera con la conciencia tranquila, obedeciendo órdenes superiores en beneficio del Estado, con la misma rutina que el funcionario que trabaja de ocho a tres y se marcha a casa con la sensación del deber cumplido. En eso consiste lo que Arendt define como banalidad del mal.