Stephen Hawking es una especie de santo laico que arrastra grandes simpatías allá por donde va. Es el científico más conocido del mundo, autor del best seller Breve historia del tiempo, un volumen que dista mucho de ser apto para todos los públicos en algunos aspectos, sobre todo cuando habla de ondas o partículas. No obstante, constituye un esfuerzo admirable para explicar el concepto de tiempo no como algo absoluto, sino como un fenómeno que depende de la posición del observador, por mucho que nos cueste entenderlo. Pero lo más sorprendente de todo es que este trabajo intelectual ha sido realizado por un hombre que desde hace años es prisionero de su propio cuerpo, víctima de una de las más crueles enfermedades: una esclerosis lateral amiotrófica que fue dejando sus músculos sin movilidad de manera paulatina. Por suerte su cerebro quedó intacto y su espíritu científico se avivó ante las dificultades, centrándose en desarrollar una obra intelectual reconocida como una de las más brillantes de nuestro tiempo.
Pero el interés de Marsh a la hora de abordar La teoría del todo no es tanto aproximarse al aspecto intelectual de Stephen Hawking, sino a cómo afectó su enfermedad a la relación amorosa que mantuvo durante veinte años con Jane, su primera mujer. No he tenido ocasión de leer el libro en el que se basa, pero supongo que ofrecerá más información que una adaptación cinematográfica con algunas lagunas que dejan varios interrogantes al espectador.
El punto fuerte de la película es, sin duda, la extraordinaria interpretación de Eddie Redmayne, absolutamente brillante y conmovedora. El Hawking de Redmayne tiene un poco del típico científico despistado, que vive más en las estrellas que en la Tierra, pero que tiene que adaptar sus sueños intelectuales a la cruel realidad de un diagnóstico médico devastador. Para nuestra suerte, la esperanza de vida de dos años que se le otorgaba se fue alargando hasta los más de setenta que tiene hoy día. Además, Hawking parece un tipo feliz, a pesar de todo, apasionado por la divulgación científica, bromista y entusiasta. Una persona realizada que inspira a muchos desde su silla de ruedas. Por eso, por el interés que despierta un personaje tan popular, me hubiera gustado que se profundizara en su relación amorosa, más allá de las creencias religiosas de cada uno de los miembros de la pareja. Me hubiera gustado ver la auténtica lucha que supone convivir día a día con la enfermedad y cómo eso acaba destruyendo la relación más sólida.
Al salir del cine yo iba pensando si no hubiera sido mejor que Marsh rodara un documental (un género que domina a la perfección, como demostró en la magnífica Man on wire). Y me encuentro su respuesta en una entrevista publicada por El cultural de El Mundo:
"Creo que un documental no hubiera logrado extraer el aspecto emocional de la historia en caso de la vida privada de Hawking. Pero hay un deber en el cineasta a la hora de lograr que los sentimientos de la historia sean los correctos, y el gran reto de Eddie fue precisamente incorporar a la persona desde el absoluto respeto, sobre todo cuando tienes que mantener vivo a un personaje, con todas sus emociones, en una situación de degradación física tan extrema como la que padece. Hemos sido muy cuidadosos para que la representación sea lo más fidedigna posible."
Así pues, La teoría del todo contiene mucho romance y unas pocas gotas de ciencia que más bien sirven para adornar una historia de amor singular, de muchos matices, que consigue conmover, pues conocemos el destino del personaje, pero a la que podría haberse sacado mucho más jugo. Da la impresión de que Marsh ha puesto el piloto automático academicista a su película y no es capaz de arriesgarse, volcando el peso de su propuesta a la interpretación de Redmayne. Sigo pensando que un documental hubiera sido mucho más interesante para los seguidores de Hakwing.
Mostrando entradas con la etiqueta james marsh. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta james marsh. Mostrar todas las entradas
martes, 20 de enero de 2015
sábado, 6 de diciembre de 2014
MAN ON WIRE (2008), DE JAMES MARSH. ASALTAR LOS CIELOS.
Desde el mismo momento de su construcción, las Torres Gemelas se convirtieron en unos edificios icónicos, no solo porque eran los rascacielos más altos del mundo, sino porque ambas construcciones parecían encajar perfectamente con la ciudad de Nueva York, definiendo su línea del horizonte para siempre, o así se presumía entonces. El World Trade Center apareció desde entonces en multitud de películas, como un símbolo de la ciudad casi comparable a la Estatua de la Libertad. La sencillez de sus líneas arquitectónicas, el paralelismo de ambos edificios y lo hermosamente que reflejaban la luz sus miles de cristales a diferentes horas del día ejercían un efecto casi hipnótico al observador. Imagino que subir hasta su cima y contemplar el horizonte desde allí debía ser un sensación enardecedora, para cualquiera que lo hiciera por vez primera.
Las Torres Gemelas acabaron obsesionando a alguna gente. A fotógrafos, artistas y arquitectos. Y también a terroristas, como Bin Laden, que tras un primer intento fallido en 1993, acabó demoliéndolas con un procedimiento espectacular y terrorífico, retransmitido en directo por todas las televisiones del mundo. Pero mucho antes que él hubo un joven que sufrió esta fascinación. Se trataba de Philippe Petit, un joven equilibrista francés que se obsesionó con las torres desde que tuvo noticias de su construcción. Petit ya había realizado anteriormente soberbias hazañas de equilibrismo, que en más de una ocasión le costaron pasar la noche en prisión: en Notre Dame de París o en la Ópera de Sidney, éxitos que hubieran colmado a cualquiera y le hubieran convencido de no seguir tentando a la suerte con nuevas empresas de naturaleza tan arriesgada. Pero nuestro protagonista estaba hecho de otra pasta: necesitaba conquistar el espacio vacío entre ambas torres, como reto personal y como una especie de regalo que pensaba ofrecer a los neoyorkinos.
La acción fue planificada casi como una operación militar, llegando Petit a construir una maqueta a escala de las torres para conocer los menores detalles de su arquitectura. Los niveles de seguridad de la época distaban mucho de los actuales, por lo que, con ayuda de algunos trabajadores del World Trade Center, a Petit y su equipo no les fue demasiado complicado colarse en uno de los edificios de madrugada, efectuar los rigurosos preparativos (que fueron más dificultosos de los previsto) y ofrecer al amanecer a los peatones un espectáculo inigualable: el de un hombre caminando por el aire, a cientos de metros por encima de sus cabezas. Fue la performance más hermosa de la historia. Tanto, que su protagonista apenas fue castigado, a pesar de la rudeza con la que fue tratado en los primeros instantes por la policía de Nueva York.
El documental de James Marsh utiliza sabiamente imágenes de archivo para narrar estos hechos incluyendo una importante dosis de suspense, a pesar de que el espectador sepa cuál va a ser el final, acompañándose de la magistral música de Michael Nyman. Después de los funestos hechos acaecidos en septiembre de 2001, el paseo de Philippe Petit quedó para la historia como una especie de otra cara de la moneda, una acción espectacular y pacífica, que ofrece una lección acerca de hasta donde es capaz de llegar el espíritu humano.
Las Torres Gemelas acabaron obsesionando a alguna gente. A fotógrafos, artistas y arquitectos. Y también a terroristas, como Bin Laden, que tras un primer intento fallido en 1993, acabó demoliéndolas con un procedimiento espectacular y terrorífico, retransmitido en directo por todas las televisiones del mundo. Pero mucho antes que él hubo un joven que sufrió esta fascinación. Se trataba de Philippe Petit, un joven equilibrista francés que se obsesionó con las torres desde que tuvo noticias de su construcción. Petit ya había realizado anteriormente soberbias hazañas de equilibrismo, que en más de una ocasión le costaron pasar la noche en prisión: en Notre Dame de París o en la Ópera de Sidney, éxitos que hubieran colmado a cualquiera y le hubieran convencido de no seguir tentando a la suerte con nuevas empresas de naturaleza tan arriesgada. Pero nuestro protagonista estaba hecho de otra pasta: necesitaba conquistar el espacio vacío entre ambas torres, como reto personal y como una especie de regalo que pensaba ofrecer a los neoyorkinos.
La acción fue planificada casi como una operación militar, llegando Petit a construir una maqueta a escala de las torres para conocer los menores detalles de su arquitectura. Los niveles de seguridad de la época distaban mucho de los actuales, por lo que, con ayuda de algunos trabajadores del World Trade Center, a Petit y su equipo no les fue demasiado complicado colarse en uno de los edificios de madrugada, efectuar los rigurosos preparativos (que fueron más dificultosos de los previsto) y ofrecer al amanecer a los peatones un espectáculo inigualable: el de un hombre caminando por el aire, a cientos de metros por encima de sus cabezas. Fue la performance más hermosa de la historia. Tanto, que su protagonista apenas fue castigado, a pesar de la rudeza con la que fue tratado en los primeros instantes por la policía de Nueva York.
El documental de James Marsh utiliza sabiamente imágenes de archivo para narrar estos hechos incluyendo una importante dosis de suspense, a pesar de que el espectador sepa cuál va a ser el final, acompañándose de la magistral música de Michael Nyman. Después de los funestos hechos acaecidos en septiembre de 2001, el paseo de Philippe Petit quedó para la historia como una especie de otra cara de la moneda, una acción espectacular y pacífica, que ofrece una lección acerca de hasta donde es capaz de llegar el espíritu humano.
Etiquetas:
cine,
cine actual,
cine documental,
cine inglés,
james marsh
Suscribirse a:
Entradas (Atom)