Recuerdo los primeros tiempos de internet. Aquel era un maravilloso nuevo mundo repleto de posibilidades, en el que cada exploración azarosa reparaba una sorpresa, casi siempre positiva. Los expertos hablaban de internet como de un nuevo instrumento de democratización, con el que cada ciudadano podía ser preguntado regularmente acerca de las más importantes decisiones políticas que abordara el Parlamento. El periodismo también se regocijó cuando los móviles de última generación, con cámaras incorporadas, empezaron a proliferar. Cada ciudadano podía ser un periodista en potencia e informar de manera objetiva en tiempo real de hechos que estuvieran sucediendo en el entorno de su domicilio. Todo iban a ser ventajas, todos íbamos a ser un poco sabios, un poco más iguales...
Pero no. Casi veinte años después nos encontramos en la distopía de los hechos alternativos. Lo emocional ha arrinconado a lo racional y cualquier hecho debe ser interpretado al momento, siempre favorablemente ajustado a los intereses de quien lo describe. En realidad, el análisis científico y racional de las cosas ha dejado paso a la urgencia de lo inmediato. Para muchos conspiracionistas, la clase científica y académica es una especie de élite cuyos intereses dan la espalda a los del ciudadano medio. Esto es de primero de populismo.
Hoy nos encontramos en la era de la velocidad, que no permite la profundización en ninguna novedad. Lo que ayer era importantísimo y causaba conmoción es olvidado al día siguiente a favor de una nueva noticia viral. Tanto es así, que al final la manipulación y el miedo campan a sus anchas entre unos ciudadanos sometidos a un empacho de información y opiniones. Cualquier movimiento sospechoso en una estación de metro puede ser un atentado terrorista, cualquier rumor sin fundamento puede ser tomada como la más sagrada de las verdades si se difunde con la suficiente rapidez: la realidad virtual puede convertirse en algo mucho más verosímil que la auténtica:
"En la era digital, el vacío de un conocimiento firme al instante se colma de rumores, fantasías y conjeturas, algunos de los cuales se retuercen y exageran con celeridad para adaptarse al relato que cada cual prefiera. El miedo a la violencia puede ser una fuerza tan disruptiva como la violencia real, y puede resultar difícil de apaciguar una vez que se ha extendido."
Y es que el mundo se ha vuelto mucho más competitivo que nunca. Miles de páginas de noticias viven de llamar nuestra atención y necesitan hacerlo de modo inmediato, apelando no a nuestra necesidad de obtener una información fidedigna, sino directamente a nuestras emociones más básicas, por lo que si hay que apelar a la exageración, al insulto o a la mentira, así se hará. Todo sea por un clic. La sensación de leer tranquilamente un periódico lleno de noticias y opiniones rigurosas es algo casi perdido, en favor de un ansioso vistazo a los últimos titulares de nuestros medios favoritos, Lo mismo sucede con la publicidad, con el agravante de estudiar impunemente nuestros hábitos y costumbres (nada más fácil hoy día, vamos dejando un rastro diáfano de buena parte de nuestras actividades, muchas veces por nuestra propia voluntad) , para afinar cada vez más en nuestros gustos, personalizando los mensajes que nos hacen llegar. Algunos magnates, como Mark Zuckerberg, ya financia estudios del cerebro humano para aplicarlos al negocio publicitario.
Ahora los auténticos expertos son los políticos y periodistas con más presencia en los medios. Se trata de gente que debe tener poco tiempo para leer textos complejos, de informarse debidamente de los temas acerca de los pontifica, pero que compensa esas carencias con una verborrea hábil y capaz de enfrentarse con opiniones aparentemente sólidas a cualquier asunto que se le ponga por delante. Los debates parlamentarios apenas son seguidos por casi nadie, a no ser que se produzcan insultos (tampoco el nivel de nuestros políticos invita a ello) y la verdadera confrontación política se ha trasladado a los platós de televisión, en los que están vetadas las ideas complejas, en los que los mensajes están altamente condicionados por un límite muy estrecho de tiempo, por lo que, para que lleguen al espectador deben apelar a sus emociones más básicas.
En este terrorífico panorama se han ido alimentado numerosos monstruos nacionalistas y populistas que olvidan el discurso del consenso y utilizan términos bélicos para referirse a sus adversarios:
"Lo preocupante asimismo es que, al menos en el plano retórico, es también un rechazo de la paz. Cuando el lenguaje de la política se vuelve más violento, y los ataques a las «élites» se tornan más clamorosos, la democracia empieza a acercarse a la violencia, ya que cada vez más instrumentos e instituciones se «convierten en armas». ¿Cómo podría ser esto deseable? ¿Qué clase de lógica emocional podría estar sustentando esto? Al menos en el imaginario nacionalista, la guerra también ofrece una forma de comunidad y empatía emocional que no se halla en el comercio ni en la política democrática. La guerra parece rendirle al dolor un reconocimiento, una justificación y un tributo que los expertos en políticas y los políticos profesionales parecen incapaces de procurar. Uno de los aspectos más curiosos del nacionalismo es que, a pesar de apelar a batallas y héroes célebres, a menudo se inflama más con los momentos de derrota y sufrimiento, que configuran una identidad de forma más efectiva que las victorias."
Así, el nacionalismo catalán tilda de fascista a un Estado democrático y perteneciente a la Unión Europea y describe los disturbios del 1 de octubre como una batalla épica y hasta como una especie de genocidio desatado contra el pueblo catalán, los británicos compran el discurso de unos políticos demagogos que aseguran que la Unión Europea, el mayor espacio de paz y prosperidad creado nunca en el viejo continente, tan imperfecto como necesario, roba miles de millones de euros al país todos los años, mientras que los discursos racionales y analíticos que se les oponen apenan captan la atención de nadie. En Estados Unidos la gente elige como presidente al pseudofascista Trump para que cierre el país sobre sí mismo y lance una sombra de sospecha a todo inmigrante. Lo mismo sucede en lugares tan distantes como Brasil o México. Y a todo esto la izquierda reacciona con un discurso aún más victimista y emocional, saliendo a la calle a derribar estatuas, cometiendo el infantil error de evaluar el pasado con la óptica del presente y tildando de fascista a todo aquel que no comulgue con sus acciones de protesta.
Mientras tanto, el mundo se enfrenta al mayor reto de los últimos años, a un problema real que no están preparados para afrontar quienes inventan todos los días problemas imaginarios. Los problemas que ha traído esta crisis son enormes: se afronta después de importantes recortes sanitarios y científicos derivados de la crisis económica anterior, sin una coordinación real entre países, que sería fundamental para tratar de parar los contagios y con dirigentes acogiéndose al discurso de la pseudociencia, asegurando al ciudadano, pocos días antes de la llegada de la pandemia al propio territorio, que el coronavirus no es más que una gripe que apenas va a afectar a los nacionales, como si la experiencia inmediata de chinos, iraníes o italianos fuera algo que está sucediendo en un mundo aparte. Sí que es cierto que estos inesperados acontecimientos pueden ser la puntilla que acabe definitivamente con nuestro derecho a la intimidad y otras libertades básicas. Todo dependerá de hacia dónde derive una crisis que ha desatado de manera incontrolada la más básica de nuestras emociones: el miedo.
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