Boris Pilniak es uno de tantos escritores olvidados que fue engullido por la inmensa tragedia rusa del siglo XX, un autor que apoyó fervientemente la Revolución y sus consecuencias en sus primeros años, pero que luego no tuvo más remedio que mostrarse crítico, aunque no de manera directa, con la deriva autoritaria que se estaba instalando en su país. Pilniak siempre había sostenido la idea, de manera un tanto bárbara, de que para construir la nueva sociedad había que arrasar con lo viejo. El escritor tenía ensoñaciones con la felicidad que produce una vida pobre, que partiendo desde cero, dar la espalda a occidente y construir una Rusia de una pureza fantasiosa que la lleve a una especie de orden primigenio basado en la pureza e inocencia de unos nuevos rusos que den la espalda al deseo de enriquecimiento personal.
Ante todo hay que decir que Pilniak es un escritor prodigioso, un descubrimiento deslumbrante para cualquier amante de la literatura. El primero de los relatos que se recogen en Caoba, es una pequeña obra maestra: la sencilla historia de cómo una mujer de una ciudad de la parte más al Este de Rusia, invadida por los japoneses, entabla una relación con un oficial nipón y la nueva vida a la que ha de adaptarse en el país del Sol naciente. Pero es en el relato que da título al conjunto donde podemos apreciar todas las cualidades de un Pilniak que ya ha abierto los ojos respecto a la realidad de una Unión Soviética que ha reprimido brutalmente a los troskistas y se dispone a comenzar la siniestra era de Stalin. Aquí visitamos una pequeña urbe rural de la mano de dos hermanos que se dedican a la compra de antiguedades a familias campesinas muy venidas a menos, familias que lo han perdido todo, incluso el orgullo y que deben malvender sus posesiones para sobrevivir, en una sociedad en la que los pobres todavía no han salido de su miseria y los más acomodados experimentan los últimos estadios de su decadencia.
En el campo impera la miseria, en la larga espera de que las políticas de las nuevas autoridades den los frutos prometidos, pero la realidad es muy amarga:
"Las autoridades de la ciudad vivían en un grupo cerrado, misterioso, apartado del resto, debido a la desconfianza innata que hacia ellos sentía el resto de la población. Habían sustituido la política por el compadrazgo y cada año se reelegían entre sí, intercambiándose los cargos del distrito, según las diversas maniobras que permitía el compadrazgo, y, sobre todo, obedecían al principio de que se debe durar poco en un puesto para durar mucho en la administración, o sea que "quien la acorta, la alarga, como reza la fábula de Krylov.
(...) La labor administrativa consistía en un lento despilfarro de las riquezas acumuladas antes de la revolución, hecho con desparpajo y en bastante buena armonía."
Pilniak no ahorra detalles escabrosos en su descripción del envilecimiento de los sueños revolucionarios, capitaneados por un nuevo Estado que engullía de manera implacable cualquier disidencia, por lo que también al autor de El año desnudo, le llegó la hora de rendir cuentas ante un tribunal al que le bastó un cuarto de hora para decidir mandarlo a la muerte. Libros como éste quedan como un testimonio quizá más elocuente que los millones de páginas que han escrito los historiadores acerca de la tragedia de un pueblo ruso al que se prometió la felicidad y se encontró con la más terrible de las represiones.
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