¿Qué harías ante la mirada de súplica de un rostro movido por una inteligencia artificial? ¿Por qué los protagonistas de las películas se enamoran con tanta facilidad de sistemas operativos que simulan emociones humanas? ¿Quizá son emociones genuinas, seremos capaces de eso? Reproducir la vida tal y como la entendemos a base de cables y circuitos es uno de los anhelos más antiguos del ser humano en general y de los amantes de la ciencia ficción en particular. En el cine existe todo un subgénero dedicado a este asunto. A veces se han logrado obras sublimes, como 2001, una odisea en el espacio, Her o Blade Runner y a veces desastres como Chappie, pero sigue siendo un tema fascinante, sobre todo porque, poco a poco, el avance tecnológico camina irreversiblemente hacia computadoras cada vez más avanzadas. Quizá lo que vemos en estas realizaciones es, en cierto modo, un anticipo de lo que nos espera en el futuro inmediato.
El planteamiento inicial de Ex Machina es hijo de nuestro tiempo: Nathan, un genio de la informática, multimillonario gracias al desarrollo de un buscador de internet, que vive en una enorme finca privada, rodeado de naturaleza, organiza un concurso entre sus empleados cuyo premio es pasar una semana con él y quizá tener la oportunidad de conocer algunos de los secretos de su éxito. El afortunado ganador es Caleb, un brillante programador, emocionado ante la perspectiva de conocer en la intimidad a quien considera su ídolo. Pronto van a ser reveladas las verdaderas intenciones de Nathan: pretende que su empleado trabaje esa semana con Ava, su último prototipo de inteligencia artificial y lo someta al test de Turing, para saber si es un ente con emociones propias, si tiene conciencia de sí mismo, en suma.
A partir de esta sencilla premisa, con solo tres personajes (más una sirvienta que esconde algún secreto), Garland construye una intriga en la que poco a poco se van desvelando piezas de un puzzle tan complejo, que Caleb deberá ir cambiando sus más arraigadas convicciones casi sobre la marcha. La relación que establece con Ava pasa rápidamente de fascinante a desconcertante, gracias a una cualidad muy humana, a la que el robot parece saber sacarle provecho: la empatía.
Ex Machina da en todo momento la sensación de realización bien meditada en todos sus aspectos: desde el escenario, que cada vez se hace más claustrofóbico, hasta un guión que funciona como un mecanismo de relojería pleno de lógica interna y que trata al espectador como a un ser inteligente, al que no hay que explicarle más de lo necesario. Uno de los grandes aciertos es la elección de su elenco interpretativo. Nathan (Oscar Isaac) parece un hombre a la vez brillante y de vuelta de todo, con un evidente problema de alcoholismo. Sabe que la obra que está llevando a cabo - el desarrollo de la inteligencia artificial - es tan inevitable como peligrosa, pero tampoco parece que el amor a la humanidad sea una de sus mayores cualidades. Caleb (Domhnall Gleeson) debe transformar su actitud de joven entusiasta y un poco ingenuo para poder afrontar con garantías la ambigua situación a la que se ve sometido. Y por fin Alicia Vikander, la estrella de la función, debe realizar una interpretación basada tan solo en su expresividad facial para componer a una Ava que hace suyo el mito del fantasma de la máquina, puesto que su alma puede ser intercambiable con cualquiera de los cuerpos robóticos que Nathan ha desarrollado. Un brillante debut para Alex Garland, un director que podría seguir ofreciéndonos en el futuro obras tan inspiradas como ésta.
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