Hace pocos años el nombre de Neil Blomkamp saltó a la fama gracias a un debut muy afortunado. En Distrito 9 el espectador disfrutaba de una inteligente trama de ciencia ficción que podía ser leída como una metáfora del mundo actual, lleno de fronteras y de refugiados que anhelan saltar al primer mundo. Su siguiente película Elysium tenía muy buen planteamiento, abundando en la estética feista de ciencia ficción de un futuro inmediato, atreviéndose a llevar los problemas de nuestra sociedad hasta sus últimas consecuencias, pero su trama era muy floja y su último tercio se hacía cansino y repetitivo. Los más optimistas supusimos que este fue un tropiezo pasajero y que en su tercera película Blomkamp daría lo mejor de sí mismo. Lo que nos ha ofrecido es un auténtico desastre de principio a fin.
Y es que de Chappie solo se pueden salvar los primeros diez minutos, cuando presenta la ciudad de Johanesburgo como un foco de delincuencia (al estilo del Detroit de Robocop) que solo puede ser estirpada a través de un cuerpo policial compuesto por robots. Mientras tanto, en la empresa que los fabrica, un joven genio ha descubierto cómo aplicar inteligencia artificial a estas creaciones. Ante la negativa de su jefa a experimentar con su hallazgo, se lleva a casa uno de los robots, pero por el camino es asaltado por tres peculiares delincuentes, que le exigen, nada menos, que ponga a la máquina al servicio de su banda, para saldar una deuda contraída con otro matón casi tan ridículo como ellos.
Y aquí es donde Chappie se convierte en un sinsentido, en una historia sin pies ni cabeza, donde el joven creador aparece por la guarida de los delincuentes cada vez que le apetece para regañarles y todos intentan ganarse los favores de un Chappie al que, más que una inteligencia artificial, parecen haberle instalado un programa salido de los primeros Spectrum. Todo es absurdo en esta película, que oscila entre el drama, la comedia y unas presuntas reflexiones profundas de la ciencia ficción cuyo planteamiento resulta más bien risible. Sus actores, desde un Hugh Jackman que en ningún momento se hace con un papel absolutamente plano, hasta los delincuentes, que por lo visto son en realidad los miembros de un grupo de rock sudafricano, no son capaces de transmitir la más mínima emoción ni credibilidad, porque parecen perdidos en todo momento en una trama confusa y más absurda a cada instante.
Pero lo peor se reserva para el final, porque al sentimiento de incongruencia se une el de vergüenza ajena, algo muy difícil de soportar para un espectador que ha pagado religiosamente su entrada. Es como si Blomkamp se quisiera reir de nosotros a base de ridiculeces cada vez peor disimuladas, con un uso penoso de la cámara lenta y de la música para resaltar momentos presuntamente emotivos. Y no termina aquí la catarata de despropósitos: todavía nos queda por ver el legado del robot: conciencas humanas que pueden ser descargadas directamente a través de un pendrive... Si, como se ha dicho, Blomkamp va a ser el encargado de revitalizar la saga Alien, es mejor que los productores se lo piensen dos veces.
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