jueves, 18 de diciembre de 2014
VIDA DE UN ESTUDIANTE (1973), DE JAMES BRIDGES. ADIÓS, MISTER KINGSFIELD.
Cuando uno comienza a estudiar una carrera como Derecho, las sensaciones son contradictorias: por un lado la excitación de lo novedoso, del reto de los estudios superiores y por otro, un indudable sentimiento de temor a no ser capaz de soportar el ritmo y las exigencias de unas asignaturas voluminosas y difíciles. Los miedos de antes de un examen y los insoportables nervios el día que sale una nota son un sueño recurrente que se repetirá muchas noches en los antiguos alumnos. Seguro que Hart, el inteligentísimo estudiante que protagoniza esta película tampoco podrá abstraerse en el futuro de estos sueños angustiosos, a tenor de las experiencias que acumula en su primer año en la facultad de Derecho de la Universidad de Harvard, una de las más exigentes del mundo.
El cine nunca ha tratado con demasiado realismo la profesión de estudiante. Cuando no ha usado a los alumnos para filmar estúpidos filmes de juergas universitarias o los ha usado como comparsas de un profesor emblemático (véase El club de los poetas muertos), pero en pocas ocasiones a los guionistas les ha interesado reflejar el verdadero universo del estudiante, ese microcosmos de competitividad y angustia permanente que puede desembocar en el éxito o en el fracaso, después de horas hincando los codos ante los temas más áridos que uno pueda imaginarse. La especialidad del profesor Kingsfield, famoso en Harvard por lo riguroso de sus métodos es algo en apariencia tan sencillo como el derecho contractual. Nadie, salvo quien lo ha estudiado, puede imaginar hasta que punto la voluntad de las partes libremente manifestada puede enrevesarse. Además, a Kingsfield le encanta preguntar en clase, poner en apuros a sus alumnos, por lo que cada día supone un reto nuevo para sus alumnos, que jamás pueden relajarse y deben pasar algunas noches en vela si no quieren quedarse en el pelotón de cola.
Si algo queda reflejado de manera patente en Vida de un estudiante, es la competitividad entre los alumnos, sobre todo entre los más brillantes, competitividad que luego se verá brutalmente incrementada cuando comiencen a ejercer en la vida real. Esta, y no la preparación en leyes, es la lección más importante que aprenden los estudiantes de Harvard. El darwinismo estudiantil y social es aceptado como una norma inapelable. Por eso los mejores estudiantes deben vivir casi como monjes: una existencia al margen de relaciones sociales y consagrada a los códigos jurídicos. Las únicas reuniones importantes son las de los grupos de estudio, que resumen las clases y comparten el trabajo, la única concesión que se hace a la cooperación, para aumentar las posibilidades de éxito individual.
La película de Bridges acierta al no plantear dramas espectaculares (a excepción del inevitable alumno con tendencias suicidas que no puede faltar en estos ambientes), reflejando la vida de estos futuros amos del universo como una existencia repleta de sacrificios en pos de los abundantes bienes (económicos) que llegarán en el futuro. El profesor Kingsfield no es más que el acicate para que la competición se convierta en algo serio, una auténtica simulación de lo que será la existencia de la mayoría de los estudiantes. No es la primera vez que la veo, y siempre lo hago con sumo agrado. No destaca especialmente en nada - salvo, quizá, en la solvente interpretación de John Houseman - pero todos sus elementos están tan bien equilibrados que el resultado es una obra muy redonda.
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