miércoles, 3 de septiembre de 2014

DARK CITY (1998), DE ALEX PROYAS. LA CIUDAD DE LAS ALMAS ERRANTES.

Dark City es una de esas obras que, casi desde el mismo instante de su estreno, adquirieron el calificativo de película de culto. Yo llegué a verla en el cine por aquellas fechas y me pareció una propuesta diferente y rompedora, difícilmente clasificable. Recuperándola quince años después, uno se da cuenta de la influencia que ha ejercido, pero también advierte que a su vez Proyas bebió de muchas fuentes que le precedieron. Es evidente que lo primero que llama la atención de cualquier espectador es su cuidada estética y la arquitectura de una ciudad cambiante que es un personaje más de la historia, quizá el más importante.

El ambiente permanentemente nocturno y siniestro de la urbe donde transcurre Dark City condiciona el comportamiento de sus habitantes, seres perdidos y pemanentemente confusos por la manipulación a la que son sometidos por los últimos miembros de una raza extraterrestre casi extinta (no estoy desvelando nada, la voz en off del principio informa de todo esto), que cambian la identidad de la gente cada doce horas. Quien era pobre puede despertarse rico y el asesino puede devenir en altruista, todos con los pertinentes recuerdos de un pasado coherente, aunque sin poder evitar una borrosa sensación de irrealidad, la misma que le llega a un espectador, cuya mejor baza consiste en dejarse llevar por el ambiente onírico y pesadillesco que está presente en todo el metraje, sin olvidar las obvias referencias al cine negro más clásico.

El de la propia identidad es uno de los planteamientos filosóficos más interesantes que propone la película de Proyas. Durante el debate en Más Libros Libres salió a colación algunas teorías famosas e inquietantes, como la del cerebro en una cubeta o la hipótesis de la Tierra de cinco minutos. Todas tienen que ver con el solipismo, con esa extraña creencia que a todos nos ha asaltado alguna vez de ser la única persona viva en el universo, siendo todo lo demás una manipulación de nuestra propia mente o de un agente externo, una idea muy antigua que está presente en obras como La vida es sueño, de Calderón de la Barca. Así debe sentirse John Murdoch, después de despertarse en una bañera junto a un cadáver y ser acosado sin descanso por unos seres que recuerdan muchísimo a los Hombres Grises de la novela Momo, de Michael Ende.

En cualquier caso, estos Hombres Grises andan un poco despistados buscando nada menos que el alma humana, que creen la llave de una nueva oportunidad para su raza. Una búsqueda poco científica para unos seres tan poderosos que son capaces de manipular la materia. Quizá debieran haber centrado sus esfuerzos en tratar de comprender el funcionamiento de nuestra inteligencia emocional, aunque en un laboratorio tan tenebroso estas no consigan manifestarse con demasiada naturalidad. Esa disposición humana a la naturaleza (siempre en espacios abiertos, con aire puro y sin especies hostiles) se hubiera exteriorizado a sus anchas en la anhelada Shell Beach, a la que pretende llegar a toda costa su protagonista. Y una pequeña divagación para concluir: ¿por qué en el cine de ciencia ficción se mira siempre con lupa las similitudes con otras obras, como si la originalidad fuera el valor supremo? Nunca he visto que se dejara de valorar una película del Oeste porque su argumento se pareciera al de otras cientos. Hay temas que deben ser explorados y es interesante que distintos directores nos ofrezcan sus puntos de vista acerca de los mismos. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario