La lógica dicta que si un espectador pretende ver una película de terror, compre una entrada de una de las muchas producciones del género que salpican nuestra cartelera. De alguna manera este espectador está firmando un pacto implícito con los creadores de la película: a cambio de su dinero le van a ofrecer una serie de "escenas fuertes" mil veces vistas anteriormente y de sustos prefabricados a gusto del consumidor, que saldrá de la sala satisfecho, porque ha visto realmente lo que quería ver y se ha evadido de lo cotidiano.

Si este espectador se confundiera de sala y entrara en la que proyecta "Sin nombre", seguramente quedaría paralizado por el horror y se plantearía seriamente sus certidumbres acerca de lo que significa pasar miedo en la sala oscura. Y es que nada mejor que la realidad para inquietar al espectador, hacerle removerse en su asiento y salir con el corazón en un puño.

Una vez vista la película, se podría sacar la conclusión de que el estudio de las maras, o al menos la que se retrata, la Mara Salvatrucha, podría ser realizado más bien desde el punto de vista de la antropología que el de la mera sociología.

Sus ritos y su salvajismo coinciden con los de muchos pueblos primitivos. Como ya nos contó William Golding en "El señor de las moscas" (1954) la falta de referentes morales y sociales hacen caer fácilmente a los jóvenes marginales en el salvajismo más elemental, que constituye la naturaleza atávica del hombre, atemperada por la vida en sociedad.

La ceremonia de iniciación para los chiquillos es sencillamente brutal. El candidato, un niño, debe aguantar una soberana paliza de sus futuros compañeros. Después de aprender a recibir, tendrá que aprender a dar, por lo que el siguiente paso consiste en matar a un miembro de una banda rival, cuyo cadáver es arrojado como comida a los perros.

Una vez hecho esto, el nuevo afiliado puede considerarse hermano de sangre del resto. La fidelidad eterna al grupo es lo más importante, tal y como sucede en las organizaciones mafiosas. Poco a poco irán reforzando esta fidelidad mediante pruebas de obediencia a los superiores.

La progresiva inserción de agresivos tatuajes en el propio cuerpo sirven a la vez como identificación grupal y pinturas de guerra. En una realidad tan despiadada como la de latinoamérica, donde los jóvenes de los suburbios no tienen apenas esperanza de salir adelante, la pertenencia a esta hermandad significa un poco de calor humano, aún cuando las reglas del grupo sean inhumanizantes de por sí.

El cineasta Christian Poveda autor de "La vida loca", documental de acertado título acerca de estas bandas fue asesinado por miembros de las mismas. Esta película constituye un involuntario homenaje a su figura. Estremece poder visitar aún hoy su página dentro de una red social de periodistas iberoamericanos.

La otra opción que tienen los jóvenes latinos es la inmigración. Precisamente, en paralelo a la de los maras, conocemos la historia de tres emigrantes hondureños que inician un viaje de pesadilla en el tren que atraviesa México con la esperanza de llegar a los Estados Unidos. Sus vidas se van a cruzar con la de un joven mara que huye de sus compañeros. A partir de ahí la película narra las esperanzas frustradas de tantos jóvenes que se juegan el físico ante la posibilidad de cambiar de vida.

Fukunaga no concede respiro al espectador y le lanza a la cara un mensaje durísimo: mientras en occidente intentamos resguardarnos de la crudeza de la crisis, en otros países a una buena parte de los jóvenes solo les queda la opción de ingresar en una sociedad paralela al margen de las reglas establecidas, vivir en la miseria o huir.

Difícil disyuntiva que en demasiadas ocasiones termina de la peor manera posible. Una película imprescindible en la cartelera actual, un retrato preciso y descarnado de las zonas, cada vez más extensas, dominadas por el corazón de las tinieblas.