"En cuanto personas influyentes, de alcance internacional, actuaron también como intermediarios entre las distintas culturas de Europa, pues llevaron la música, el arte y la literatura rusos a Francia, Reino Unido y Alemania, el arte y la música españoles a Francia, a los escritores franceses y alemanes a Rusia, y así sucesivamente. Mediante sus contactos internacionales estaban contribuyendo a fomentar la integración cultural del continente."
El gran historiador Orlando Figes se sirve de este triángulo amoroso para exponer al lector - de una manera muy amena - los cambios sociales, culturales y económicos que jalonaron las décadas centrales del siglo XIX, una época en la que muchos creían que la paz perpetua entre naciones europeas y su unificación eran sueños posibles. El auge de la burguesía señaló un tiempo en el que la importancia de los edificios religiosos en la arquitectura de las ciudades cedía paso a otra clase de templos: auditorios, teatros de ópera, bibliotecas, museos y estaciones de ferrocarril, mientras buena parte de la sociedad se refinaba gracias al auge de los intercambios culturales. Los libros de otros países llegaban en masa e ideas novedosas con ellos y se creaban cadenas de librerías en las estaciones como focos de difusión cultural. Los artistas de ópera, verdaderos ídolos de su tiempo, podían desplazarse con facilidad de unas ciudades a otras en busca de rentabilidad económica y los pintores más vanguardistas se empezaban a dar a conocer a través de medios alternativos a los tradicionales. También la fotografía comenzó una época dorada, poniéndose de moda los retratos personales y la venta de retratos de personas relevantes, que así veían acrecentada su fama.
Además, este fue el tiempo en el que empezó a generalizarse el turismo de masas, especialmente en países como Italia. La gente con cierto poder adquisitivo - cada vez fue posible para mayor número de personas debido al invento de los viajes organizados - dedicaba un mes cada año a realizar los circuitos hasta el punto de que el centro de algunas ciudades empezaba a saturarse de turistas. Así lo expresaba el escritor Charles Lever, que residía en Italia:
"La cosa ha «prendido»; el proyecto es un éxito; y mientras escribo, las ciudades de Italia están inundadas por una multitud de estas criaturas, porque nunca se separan, y se las ve, de cuarenta en cuarenta, desparramándose por las calles con su director —ahora al frente, ahora en retaguardia—, rodeando al grupo como un perro pastor, y en realidad todo el proceso no puede ser más parecido al pastoreo."
El nacionalismo, que tomó impulso en la década de 1860, fue el gran enemigo de los sueños de unificación europea. Cada país empezó a conmemorar a sus gigantes culturales, a celebrarlos y a dedicarle estatuas al mismo nivel que las tradicionales consagradas a militares o estadistas. Los movimientos nacionalistas reclamaban a sus genios para sus propios fines: Dante en Italia, Goethe en Alemania o Cervantes en España se convertían en genuinos representantes del espíritu de la nación, un espíritu único que las hacía distinguirse del resto. La guerra franco-prusiana de 1870 fue el punto de inflexión de esta tendencia. Aunque el sueño cosmopolita logró recuperarse en parte a finales de siglo, el estallido de la Primera Guerra Mundial dio al traste definitivamente con él. Las figuras de Tugueniev y del matrimonio Viardot quedan como símbolos de una manera de entender el mundo que trascendió las fronteras de sus propias naciones, un fenómeno cuyas benignas consecuencias llegan a nuestros días.
Espléndida descripción que engancha. En mi opinión, relata unas circunstancias que se reflejan en el presente, un aviso al descarrilamiento que se anuncia de Europa. Tolerancia y comunicación como referentes.
ResponderEliminarDesde luego, Europa va en dirección contraria a la que empezó a caminar en esta época. ¡Saludos!
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