Quevedo no intenta con esta obra señalar mal alguno, sino que los describe continuamente como un fenómeno cotidiano de la época. En el siglo XVII todo es duro para un desgraciado como nuestro protagonista. Pasa hambre, recibe palizas, es ridiculizado a cada paso y sus planes de mejora son siempre alcanzados por la fatalidad. Así pues, no tiene más remedio que espabilar y aprender de la escuela de la calle para, al menos, ir tirando y comer de vez en cuando. La nación que se retrata, una España ya en decadencia, es desoladora desde un punto de vista social. Legiones de mendigos y de ganapanes frente a una minoría noble que solo ofrecen una escasa caridad a aquellos. Y la Iglesia católica como gran poder y garante de una moral que en realidad es inexistente en la vida cotidiana, intentando sostener un edificio social ya en ruinas.
A pesar de que Pablos es un personaje creado para hacer reír, el lector a veces se conmueve por las injusticias de la que es objeto y las que le suceden a los que le rodean. Episodios como la estancia en la casa del dominé Cabra, en la que el protagonista casi muere de hambre o las bromas salvajes de las que es objeto como novato en la Universidad. Episodios muy conocidos y muy recordados por todos los lectores que si se profundiza un poco en ellos constituyen también una denuncia tremenda de la inoperancia del Estado, mucho más preocupado en sostener las costosas guerras externas que en el bienestar de sus habitantes. El lenguaje que utiliza Quevedo en la obra es sencillamente magistral. Todo está lleno de dobles sentidos, hipérboles y de una riqueza de vocabulario que casi exprime todas las posibilidades de la lengua castellana. Tal y como expone Francisco Rico la mejor definición de El buscón es calificarlo como "libro genial".
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