Vivimos en una época en la que los trabajadores se autoexplotan y los escritores se autocensuran. Ariana Harwicz ha escrito un ensayo para reivindicar la libertad del autor frente a la pesada dictadura de lo políticamente correcto. Hoy muchos creen equivocadamente que la literatura tiene que tener una función social, de reivindicación y de lucha. Pero la literatura es algo más grande, es un panel en el blanco en el que el autor debería poder expresarse cómo crea más conveniente y provocar, si eso es necesario, al lector, sin que éste tenga que escandalizarse porque esté leyendo algo que confronta sus ideas.
Este es el siglo de la identidad, denuncia Harwicz. Nada es más importante que sentirse parte de un colectivo y denunciar las presuntas injusticias de la que éste es objeto. Esto lleva a que muchos crean que solo los miembros de estos colectivos puedan escribir sobre los problemas del mismo o a que se reivindique el absurdo de que solo actores de una determinada condición sexual puedan interpretar a ese tipo de personajes:
"Se buscan traductores afrodescedientes para traducir a autores afrodescendientes, no binarios para traducir a no binarios. Esa reducción del ser humano a su condición genital, biológica, de identidad de género, sexual o a su color de piel, es propia del fascismo. Es una clasificación de la que huyeron horrorizados en el siglo xx y que hoy estamos, colaboradores mediante, retomando en el arte. Vaciar el lenguaje de violencia es imposible."
El verdadero escritor es el que escribe sin pensar en las consecuencias, el que es honesto consigo mismo y no teme a la censura de las redes sociales, a esa muerte civil que la masa intenta adjudicar a los que califica de fascistas, es decir, a los que piensan diferente. Lo más penoso de esta realidad es que suelen ser personas que se dicen de izquierdas quienes actúan así, siempre, piensan, en nombre de un bien mayor, en nombre la defensa de los excluidos, de las minorías eternamente oprimidas que necesitan voces que las defiendan. Si esto hubiera sido así siempre, no existiría la historia de la literatura tal y como la conocemos. Ningún autor pasaría el filtro de pureza y perfección que intenta imponerse como sinónimo de calidad.
En el pasado han existido auténticos genios en la escritura, en la pintura o en la música que fueron reconocidos maltratadores, asesinos o violadores, pero no por eso debemos de dejar de acercarnos y apreciar su obra. El mundo no es perfecto y jamás lo será y el arte debe ser el espacio en el que se refleje dicha imperfección, en el que se describan los males y la suciedad del mundo, no un lugar terapéutico en el que estos se denuncien y se intenten resolver, aunque esta última visión también cabe si no es el única posible. El peligro de caer en el pensamiento único es algo que permanece latente en nuestra sociedad, una realidad que polariza todos los debates y que impide acercar posturas. Y esto se refleja también cada vez más en los libros, unos objetos que, ante todo, deben ser vehículos de libertad radical, si no queremos volver a experimentar épocas más oscuras que se creían más que superadas.
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