Que el premio Akutagawa sea el más prestigioso galardón literario de Japón dice mucho de la importancia de este autor para establecer las bases de la moderna literatura nipona, en la que introdujo un toque neorrealista que la acercaba al estilo de las literaturas occidentales. Sin duda el más famoso relato de Akutagawa es Rashomon, al que dio fama universal la película de Kurosawa, aunque ésta se basa más bien en otro de los cuentos incluidos en esta antología, En el bosque, en el que se relata el famoso crimen desde el punto de vista divergente de varios testigos. No todos ellos tienen por qué estar mintiendo: las apreciaciones subjetivas de un determinado hecho pueden ser totalmente contrarias, aunque hay algunos elementos en algunos relatos que hacen sospechar de algunos de los testimonios. De todo esto surgió un término psicológico: el efecto Rashomon.
La versión de Kurosawa es una de las cumbres del cine japonés. Desde la primera escena, en la derruida puerta que da nombre al filme, el director crea una atmósfera malsana y casi sobrenatural, rodeada de una lluvia persistente. El crimen no tiene interés por ser tal crimen (desde el principio uno de los personajes dice que un crimen no supone ninguna novedad en el Kioto de la época), sino por las circunstancias del mismo y por las diversas versiones existentes, que quizá logren reconstruir la verdad, pero que probablemente no lo consigan, quizá porque el concepto de verdad absoluta no existe desde el punto de vista de unos hombres que contemplan los hechos con su propia visión distorsionada. Destaca, como es habitual, la interpretación de un enérgico Toshiro Mifune, que llena la pantalla en cada una de sus apariciones.
En 1962, y a través de un proyecto de su maestro Pasolini, un jovencísimo Bertolucci rodó su primer largometraje, siendo también la primera de sus grandes películas. Aunque influido por el estilo del autor de Mamma Roma, Bertolucci imprime un sello personal a la sólida dirección de la cinta. Además de contar los diferentes puntos de vista, geolocalizados, como diríamos ahora en unas determinadas horas en las que está a punto de ocurrir un crimen, al director le interesa ofrecer un retrato costumbrista de la existencia cotidiana de gente que vive al borde de la marginalidad: gigolós de poca monta, ladronzuelos o un militar de pocas luces de permiso por la ciudad eterna. Todos viven al filo del delito y todos son potenciales candidatos a autores de un crimen absurdo en aquel parque lleno de vida que se convierte en un lugar muy siniestro cuando llega la noche.
Entre los relatos de la antología de Akutagawa hay uno que constituye una auténtica obra maestra del género de terror: se trata de El biombo del infierno, la historia de un artista que quiere que el último encargo que ha recibido (pintar un biombo que refleje las penas de los distintos infiernos), en una obra de arte que refleje lo sobrenatural de manera hiperrealista, aunque dichos términos parezcan contradictorios. Para ello no dudará en torturar a sus discípulos para dibujar sus expresiones de sufrimiento ni en sacrificar lo más preciado. Un relato verdaderamente asfixiante y que deja al lector con una persistente sensación de desasosiego ante su terrible conclusión.
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