Los centros comerciales son los grandes templos de nuestro tiempo. La gente acude a ellos para pasar el tiempo libre, buscando quizá llenar su vacío existencial con el deslumbramiento que producen los escaparates de las franquicias - siempre las mismas - que suelen ocupar los locales de estos establecimientos. Todo en estos edificios está concebido para la comodidad de sus usuarios: desde el fácil aparcamiento, hasta la regulación de la temperatura. Una familia puede pasar la tarde comprando, ver una película y luego cenar sin salir de un recinto donde se sienten seguros, donde todo está orientando a que el consumo suponga un auténtico placer. Un placer efímero, pero adictivo, puesto que todo el mundo vuelve.
Ya hace muchas décadas que el consumo dejó de ser visto como una actividad de mera subsistencia, incluso como una obligación enojosa. Aunque la era del consumo de masas comienza a principios del siglo XX, es en los años sesenta cuando se convierte en una auténtica ciencia, orientada a la seducción del individuo. Solo hay que visionar una serie como Mad Men para advertir cómo el marketing y la publicidad fueron poco a poco apoderándose de la vida cotidiana del ciudadano de manera cada vez más sofisticada, procurando convertir lo superfluo en bien de primera necesidad, apelando a complejos mecanismos psicológicos que activan un ciclo jamás concluso de pequeñas autosatisfacciones que engendran nuevas necesidades inmediatas:
"Hay que intentar comprender que el consumo responde a motivaciones
profundas, a creencias sociales, que se expresa en estilos de vida que
afectan profundamente a la autoestima de las personas, a sus
sentimientos de inferioridad y superioridad, a su idea de
autorrealización, y que, gracias a la sagacidad del marketing, se ha
convertido incluso en una forma de vida, interesante por sí misma,
cuando «ir de compras» es un placer, bien distinto de «ir a comprar»,
que es una tortura."
Parte fundamental de este componente psicológico es el deseo de emulación. Las clases sociales más bajas intentan parecerse a los ricos a través de compras de aspecto ostentoso, que casi siempre son más pretenciosas que realmente lujosas. De fondo hay una permanente obsesión por el estatus, por no ser considerado socialmente por debajo de los demás y, si es posible, estar por encima, aunque sea en apariencia. En una sociedad en la que están reconocidas la igualdad ante la ley y el derecho al voto de todos los ciudadanos, las desigualdades económicas resultan más palmarias y la pobreza es algo vergonzoso para quien es bombardeado diariamente con publicidad en la que se le muestran estilos de vida inalcanzables. El deseo de justicia económica se transforma entonces en deseo de emulación de las clases altas y cualquier ingreso puede ir destinado a bienes superfluos, obviando las necesidades del futuro inmediato, ya que se trata de un problema de autoestima, que solo puede ser resuelto mediante la exhibición de nuevos bienes, algo que se aprende desde las más tiernas edades:
"Pero desde la infancia aprenden que deben tener éxito, que es una responsabilidad suya y que, si no lo logran, ni la sociedad les estimará ni tendrán derecho a estimarse a sí mismas. Igualmente aprenden desde la infancia que el éxito se muestra de forma incontestable en el consumo de productos del mercado, y por eso, cuando tienen noticia de bienes superiores a los que poseen, se esfuerzan por adquirirlos."
Cortina encuentra a la humanidad dividida entre quienes tienen abiertas las puertas del consumo ilimitado y las que ni siquiera pueden acceder a los bienes más básicos, debido al injusto reparto de la riqueza a nivel mundial. Como solución se apela a la ética, a una ética que reconozca la existencia de los mercados del tercer mundo y que, a su vez, no se base en el crecimiento desmesurado, año a año, de la economía y, por ende, del consumo. Se trata de cambiar paulatinamente una sociedad de corte hedonista por una más solidaria, en la que la educación ciudadana sea la jueza en materia de consumo. Los ciudadanos informados son los que no se dejan manipular y los que saben valorar en su justa medida el precio de cada bien y su utilidad. Es necesario, según Cortina, citando a Amartya Sen, acabar con ese paradigma que dicta que el derecho de propiedad es sagrado y que puede pasar por encima de la igualdad de oportunidades Ese individualismo desmesurado que cree que todos los bienes y el sentimiento de superioridad que conlleva su posesión son la medida del triunfo social, debe ser reconducido hacia una actitud más solidaria con quienes no han tenido la misma suerte o no han nacido en buena posición o no han sabido adaptarse a la marea:
"La creencia de que cada persona es dueña de sus facultades y del producto de sus facultades, sin deber nada por ello a la sociedad, funda la convicción de que cualquier redistribución de bienes consiste en quitar algo a sus legítimos dueños y traspasarlo a los que no lo son, traspaso que se haría a lo sumo por solidaridad. La acción igualadora de los gobiernos nacionales o transnacionales no sería entonces una acción justa, exigible, sino solidaria: una acción benéfica que viene a suavizar las desigualdades ya existentes, sea de bienes primarios, de recursos, de acceso o de capacidades. Se apela a la solidaridad de los más solventes para intentar suavizar ciertas desigualdades de origen, que en realidad entran en abierta contradicción con los principios de legitimidad de las sociedades liberales (igual consideración y respeto, igualdad de oportunidades, igualdad de derechos, igualdad de capacidades)."
El ensayo de Adela Cortina resulta muy interesante en el fondo, aunque tiene algunos errores en la forma, siendo a veces innecesariamente reiterativo respecto a sus ideas principales, presentándolas en ocasiones con un estilo claro y en otras excesivamente farragoso. Está claro que desde 2002, cuando fue escrito el libro, se ha avanzado más bien en sentido contrario a su propósito, pero eso no debe ser óbice para estimar que la lucidez de su mensaje sigue tan vigente (o más) que hace quince años. En cualquier caso, la terrible crisis económica que hemos vivido, parece que no nos ha hecho aprender lección alguna. La fórmula sigue siendo la misma: crecimiento desmesurado de la economía hasta que la curva, inevitablemente, vuelva a bajar. Mientras tanto, se siguen inaugurando centros comerciales y las multinacionales presentan resultados cada vez más espléndidos, basados en los reiterados intentos de autorrealización del individuo a través de sus compras.
Cortina merece saber que también existimos quienes la enorme felicidad de procurar mucho de lo que necesitamos por nuestras propias iniciativas. Y le puedo asegurar que actualmente hay cada vez más gente joven que hace lo mismo. Ellos se hacen su propio calzado, se tejen sus medias de abrigo, se confeccionan sus anoraks, sus pantalones, etc. etc. e incluso hay quien está desarrollando el arte del perfume con elementos naturales. Más le digo: algunos están aprendiendo a construir sus viviendas de forma artesanal y utilizando elementos que nuestra sociedad desecha.
ResponderEliminarMe parece entender que la señora Cortina no se opone al consumo en sí, solo pide un consumo responsable. Lo interesante sería cuestionar si la tendencia a consumir es realmente una expresión propia de lo positivo en las relaciones humanas - autorrealización del individuo a través de sus compras-, o si bien se trata de un sucedáneo que refleja una carencia de un desarrollo humano más propio.
ResponderEliminarHay que tener en cuenta que el texto de Cortina es bastante anterior a la gran crisis del 2008, cuando todavía se nos decía que el crecimiento iba a ser eterno y que consumir desmesuradamente era uno de sus pilares. El autoconsumo es una gran idea, pero no todos estamos preparados para asumirla al cien por cien... De la perspectiva psicológica del consumo, hablaremos más detenidamente en el club de lectura.
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