Para comenzar el año he elegido a un autor muy poco conocido en España, prácticamente inencontrable en nuestras librerías. Hace veinte años Círculo de Lectores lo editó, y yo tuve la suerte, en uno de mis escrutinios habituales en librerías de ocasión de hallar un ejemplar de Los hijos de Arbat. He encontrado a un autor de escritura portentosa, que realiza un análisis profundo de un país y una época. Ojalá esta humilde contribución sirva para difundir un poco a Ribakov en nuestro país. Aquí el artículo:
La historia
de la literatura rusa del siglo XX es la de un país sometido a la más estricta
censura, en el que el escritor que quería expresarse libremente se jugaba su
libertad o incluso su vida. El caso de Anatoli Ribakov es paradigmático en este
sentido: aunque pudo publicar parte de su obra después de la muerte de Stalin,
hubo de esperar veinte años, a la llegada de la perestroika, para que viera la
luz en su país la que quizá es su novela más emblemática: Los hijos del
Arbat. Inmediatamente se convirtió en un éxito
de ventas en una
Rusia donde sus ciudadanos estaban ávidos por conocer los detalles de la peor
época del pasado inmediato de su nación: los años en los que Stalin era dueño y
señor de los destinos de la Unión Soviética y gobernaba sirviéndose del miedo.
Un pueblo que se sacrifica entusiasmado por un futuro
mejor
Los
hijos del Arbat parte de
unas coordenadas geográficas y cronólogicas muy precisas: nos encontramos en el
Arbat, un barrio céntrico del Moscú de 1934. Stalin ha consolidado totalmente
su posición de poder fulminando a todos sus posibles opositores. Todo el país
bulle de actividad para llevar a buen término el ambicioso plan quinquenal
elaborado por el gobierno, que debe convertir a la URSS en una potencia
industrial en pocos años. La novela nos presenta el destino de un grupo de
jóvenes amigos que han estudiado juntos en ese barrio. Casi todos son
entusiastas seguidores del régimen: esperan que el resultado del sacrificio de
los trabajadores sea una sociedad nueva y más justa:
"Los
corazones de los muchachos se henchían de orgullo. Éste era su país: la brigada
de choque del proletariado mundial, el baluarte de la futura revolución
mundial. Sí, ellos vivían con cartillas de racionamiento, se privaban de todo,
pero, a cambio de eso, estaban construyendo un mundo nuevo. (...) Con el oro
que se sacaba por todo aquello se construirían fábricas, premisa de un futuro
de abundancia." (Los
hijos del Arbat, Círculo de Lectores, 1989, pag. 52).
Sasha o la pureza socialista aplastada
Una figura
destaca entre todos los personajes de la novela: Alexander Pavlovich Pankrátov,
llamado familiarmente Sasha. Él es un joven ejemplar, un comunista
creyente que quiere consagrar su vida a las necesidades del país, pero que un
día es detenido sorpresivamente, sin saber de qué se le acusa exactamente. Esto
es sólo el comienzo de un calvario para Sasha, cuyo único crimen es haber
escrito unos comentarios ingeniosos, a modo de broma, en un periódico mural del
instituto. La situación se parece tristemente a la que vive el protagonista de La
broma, la novela
de Milan Kundera.
Encerrado en
una siniestra prisión moscovita, al joven se le interroga y se le pide que
confiese sus crímenes: el procedimiento jurídico es parecido al que se usaba en
los tiempos de la Inquisición; al acusado no se le informa directamente de los
motivos de su detención y se espera de él que se autoinculpe y que acuse a
cualquier cómplice para librarse del castigo. A Sasha, que es un ser puro e
inocente, que sigue creyendo en el comunismo aún cuando su dignidad es
atropellada de este modo, se le relaciona con una complicada trama surgida de
la paranoia de Stalin. Su mismo interrogador, Diákov, sabe que es inocente,
pero no puede mostrarse débil ante un acusado: necesita más nombres para que la
acusación se transforme en una enorme bola de nieve que arrastre a un gran
número de personas para demostrar que las sospechas del líder supremo no son
infundadas. Hay una lógica muy perversa en todo este procedimiento:
"No
escapaba nadie de la mano pequeña y tenaz de Diákov. Ir a parar a él
significaba ser ya culpable. Diákov no creía en la culpabilidad verdadera de
las personas, sino en la versión "general" de la culpabilidad. Esta
versión "general" había que aplicarla con habilidad a una persona
dada y crear una versión concreta. Una vez creada esa versión concreta, se
sometía él a ella y sometía la investigación y al investigado. Si el procesado
rechazaba la versión, era una prueba más de su hostilidad al Estado que, según
entendía Diákov, representaba él allí." (Los hijos del Arbat, pag. 207).
El destierro en Siberia
Al final,
Sasha es cruelmente condenado a tres años de destierro
en Siberia. Las
escenas en que su madre guarda interminables colas a la intemperie del frío
moscovita con la esperanza de saber en qué prisión está encerrado su hijo y
hacerle llegar algunos alimentos, son realmente conmovedoras. En realidad, el
de Sasha es un castigo un tanto extraño, puesto que no va a ser confinado en un
campo de trabajo, sino simplemente desterrado: se le asigna un pueblo siberiano
donde debe vivir el tiempo de su condena. No se encuentra estrechamente
vigilado y teóricamente podría huir si quisiera, pero en realidad las grandes extensiones
siberianas,
impracticables para cualquier fugitivo, son más efectivas que el alambre de
espino de cualquier prisión.
Joseph Stalin y su puño de hierro
Pero por
encima de todos los personajes se alza la siniestra figura del camarada Stalin,
magistralmente dibujada por Ribakov. El dirigente soviético es un monstruo que
domina a sus subordinados colocando una espada de Damocles encima de cada uno
de ellos que puede caerles encima al más mínimo indicio de desviación de la
ortodoxia del partido o de conspiración contra su persona, ya sean estas reales
o ficticias. Para el ciudadano soviético de a pie lo único que tiene programado
Stalin es sufrimiento: trabajo duro y falta de libertades. Su doctrina puede
resumirse en estas líneas, extraidas por parte de Ribakov directamente de la
paranoica mente de Stalin:
"Para
convertir, en plazo mínimo, a un país campesino en país industrial se
necesitaban incalculables sacrificios materiales y humanos. El pueblo debía
aceptarlos. Pero eso no se conseguía solo con entusiasmo. Al pueblo había que
obligarlo a hacer esos sacrificios. Para eso se necesitaba un poder fuerte, que
impusiera temor. El temor había que mantenerlo por todos los medios, y la
teoría de la lucha de clases permanente ofrecía todas las posibilidades para
ello. Si en el empeño perecían algunos millones de personas, la historia se lo
perdonaría al camarada Stalin. Pero si dejara al Estado indefenso, si le
condenara a perecer, la historia no se lo perdonaría nunca. Una meta grande
exige una gran energía; pero de un pueblo atrasado, una gran energía solo se
obtiene por medio de una gran crueldad. (...) El poder estable se basa tanto en
el miedo al dictador como en el amor a él. Es un gran gobernante aquel que, a
través del miedo, ha sabido inspirar amor. Un amor tal que todas las crueldades
de su gobernación, el pueblo y la historia no se las achacan a él, sino a los
ejecutores." (Los
hijos del Arbat, pag. 364-365).
Un Tolstoi del siglo XX
Así, bajo el
dominio omnipresente de Stalin, se mueven unos personajes que, a
pesar de todo, quieren hallar su felicidad vital: Lena, un ser bondadoso que
solo busca amar y ser amada, Yuri, un arribista que acaba trabajando para la
organización más temida del Partido o Mark Riazánov, tío de Sasha, un ingeniero
que lleva a cabo una de las obras más importantes de la Unión Soviética y se
debate entre su fidelidad al socialismo y el desconcierto por el cruel destino
de su sobrino. Anatoli Ribakov, injustamente desconocido en nuestro país se
erige aquí como un nuevo Tolstoi, retratando el espíritu siniestro
de una época de forma absolutamente magistral. Aunque tardó muchos años en
superar la censura de su país, al final se convirtió en uno de los testimonios
más elocuentes del funcionamiento de un régimen criminal.
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