Joanna Bourke, profesora del Birbeck College de Londres, se ocupa en este ensayo de las vivencias individuales de jóvenes norteamericanos, ingleses y austrialianos que participaron en las batallas de la Primera y Segunda Guerras Mundiales y del conflicto de Vietnam.

"El acto característico de los hombres en guerra no es morir sino matar. Para los políticos, los estratregas militares y muchos historiadores, la guerra quizá sea una cuestión de conquistar territorio o de luchar por recuperar el honor nacional, pero para el hombre en servicio activo una confrontación bélica implica la matanza lícita de otras personas. Su peculiar importancia deriva del hecho de que tal acción no es homicidio, sino un derramamiento de sangre sancionado, que las autoridades civiles de más alto nivel legitiman y la enorme mayoría de la población aprueba".

Las palabras con las que se abre la introducción no dejan lugar a dudas acerca del problema primigenio al que se enfrenta el soldado que pisa por vez primera un campo de batalla. Normalmente se les ha educado en la certeza de que el acto de matar es una aberración. Cualquier religión legitimaría estas palabras.

Pero, de pronto, dicha ley fundamental es abolida y las autoridades que antes le prohibían el asesinato le incitan a ello a través de un nuevo imperativo moral que legitima la matanza del enemigo como un deber patriótico, del que depende la propia existencia del país de nacimiento. El conflicto de conciencia podía surgir en la misma batalla o al regreso a casa. Cada soldado trataba de superar estas contradicciones como mejor podía. En su gran mayoría, estos combatientes lo eran por accidente, ya que se trataba de civiles a los que las circunstancias históricas les habían colocado en esta tesitura.

Lo cierto es que el problema fundamental que se le presentaba a los ejércitos ante la llegada de nuevos reclutas era el de proporcionarles un adiestramiento que les preparara para soportar la increible dureza de lo que se les vendría encima una vez en el campo de batalla, pero sin quebrantar su moral de manera absoluta: "había que quebrar a los individuos para luego reconstruirlos como combatientes eficaces". Las teorías conductistas tenían mucho que decir en este adiestramiento, tal y como nos enseñó Kubrick en La chaqueta metálica.

Ante una situación de emergencia los Estados necesitan rápidamente a grandes cantidades de individuos dispuestos a matar y dejarse matar, dándoles la sensación de que tal sacrificio era algo sublime y pleno de sentido. Algunos soldados se adaptaban perfectamente a la situación e incluso disfrutaban matando, aunque luego les avergonzara reconocerlo, otros no podían soportarlo y se derrumbaban. Quizá el más inadaptado para la vida en sociedad resultaba ser el soldado más heroico.

Joanna Bourke centra una buena parte de su libro a tratar de explicar por qué se producen los llamados "crímenes de guerra", en los que los soldados pueden matar friamente a prisioneros, mujeres y niños. Lo cierto es que las reacciones varían en los distintos campos de batalla. Los combatientes asesinan con mucha más facilidad y menor cargo de conciencia a miembros de otras razas.

En la Primera Guerra Mundial, por ejemplo, cuando se enfrentaban los ejércitos en el frente occidental, muchos soldados se identificaban con los habitantes de la trinchera contraria. Eran hombres que enfrentaban sus mismos padecimientos. Sus odios iban dirigidos más bien a los oficiales de uno y otro bando, que dirigían ejércitos sobre el papel.

Los soldados que cometen crímenes de guerra normalmente justifican sus acciones en el cumplimiento de órdenes de los superiores. Muchos de ellos, pierden de tal modo el sentido moral de la existencia que la matanza de mujeres y niños les parece algo perfectamente justificable como parte de la campaña contra el enemigo, al que hay que exterminar de todas las maneras posibles.

La readaptación del soldado a la vida civil es un proceso delicado y difícil . Al volver a la situación de normalidad, los remordimientos atacan a muchos, que necesitan ayuda psicológica o religiosa para expiar sus culpas:

"Los combatientes creían firmemente que matar tenía que hacerles sentir culpa: era precisamente esa emoción la que les hacía "humanos" y la que les permitiría regresar a la sociedad civil luego. Los hombres que no sentían culpa alguna eran en cierto sentido menos humanos , o estaban locos: matar sin sentir culpa era algo inmoral".

Ciertamente, las guerras producen generaciones de hombres marcados, que difícilmente pueden volver a ser los mismos de antes. El combatiente que vuelve de la guerra necesita reconocimiento y comprensión de sus ciudadanos y ayuda especializada para superar sus fantasmas bélicos. Los soldados que regresaban de Vietnam, al ser mirados por sus vecinos como "asesinos de niños" sufrieron doblemente. Algunos de ellos causaron matanzas tristemente famosas en su propio país.

El soldado que vuelve sigue siendo una persona, pero transformada por una experiencia terrible, que solo puede entender quien ha pisado un campo de batalla.