domingo, 24 de junio de 2018

POR QUÉ EL TIEMPO VUELA (2017), DE ALAN BURDICK. UNA INVESTIGACIÓN NO SOLO CIENTÍFICA.

Hace ya bastantes años viví una experiencia que quedó grabada en mi memoria: iba conduciendo cerca de mi ciudad cuando presencié como justo delante de mí, dos coches tenían un accidente. Todos mis sentidos se activaron de pronto y lo que era hasta aquel instante un ejercicio rutinario - quien lleva muchos kilómetros conducidos sabe que al final se activa una especie de piloto automático y que lo hacemos casi sin darnos cuenta, igual que el caminar - se convirtió en una tarea de la que podía depender mi propia supervivencia. De pronto lo racional se transformó en intuitivo y supe con qué presión debía tocar el pedal de freno y cómo esquivar los dos coches que se acababan de estrellar sin dar un volantazo que me sacara de la autovía. También supe que el espacio que me quedaba para pasar era el justo para mi vehículo. ¿Cómo pude saber y realizar tantas cosas con tanta precisión en solo unos segundos? Lo cierto es que la sensación fue como si el tiempo se ralentizara y uno pasara a ser gobernado por alguien totalmente distinto que evalúa y ejecuta acciones para la propia supervivencia en milésimas de segundo.

Lo que cuento no es ninguna hazaña. Cualquiera que haya pasado por una situación similar puede contar historias como ésta. Lo verdaderamente curioso es que sucesos como éste nos hacen experimentar la percepción subjetiva del tiempo , una de las ideas que más se repiten en el ensayo de Alan Burdick, recientemente publicado en nuestro país. Y es que su proposición de inicio es irresistible: se trata de un periodista de prestigio, especializado en ciencia, pero no científico, que emprende una investigación para contarnos qué tienen que decirnos las últimas investigaciones acerca del concepto del tiempo, un fenómeno - definido ya por San Agustín en una de las frases más memorables de la historia de la filosofía - que sigue intrigándonos y cuyos enigmas estamos todavía muy lejos de resolver en todas sus aristas.

En realidad lo que nuestro cerebro nos ofrece es una determinada percepción del tiempo, no el tiempo mismo. Bien es cierto que poseemos una especie de reloj interno que hace que sepamos con bastante precisión, aunque no miremos un reloj, cuanto dura un minuto o una hora. Pero para eso necesitamos referencias constantes: un minero que queda atrapado bajo tierra durante semanas tendrá una percepción muy diferente a la de sus rescatadores y seguramente, cuando vuelva a la superficie, estimará que ha transcurrido mucho menos tiempo del que en realidad ha pasado. Por qué el tiempo vuela está repleto de ejemplos de la vida cotidiana de cada uno de nosotros y de experimentos científicos que tratan de rastrear la verdadera naturaleza del tiempo, aunque lo que realmente nos importe es cuanto llevamos aquí, cuanto nos queda y por qué nuestro tiempo vital parece acelerarse cada año que pasa.

En realidad, según se explica en el libro, cuando somos jóvenes vivimos muchas más experiencias novedosas que cuando somos adultos, por lo que percibimos en nuestra memoria que ese periodo tenía mucha más duración que el actual. Quizá ya a partir de los treinta, con rutinas laborales establecidas, muchos días se repiten y son difícilmente separables unos de otros. Por supuesto, sigue habiendo sucesos memorables en gran cantidad, pero también más acontecimientos similares. Lo que sí se incrementan son nuestras obligaciones y, con ellas, la sensación de que no vamos a poder cumplir con todas ellas. Además, nuestra perspectiva cambia: de adultos ya podemos medir nuestra vida en décadas, no en años:

"En resumidas cuentas, parece que el tiempo no se acelera con la edad sino con la presión temporal, lo cual explica por qué la personas de todas las edades dicen que se acelera: el tiempo es eso de lo que prácticamente todo el mundo en la misma medida siente que carece."

sábado, 16 de junio de 2018

EL NOMBRE DEL MUNDO ES BOSQUE (1976), DE URSULA K. LE GUIN. COLONIALISMO PLANETARIO.

El hombre es un animal colonial. Una especie invasora que se apodera de los ecosistemas y los transforma en su propio beneficio (al menos, beneficio a corto plazo), desplazando o exterminando a otros pueblos y a otras especies. En eso no nos diferenciamos de otros animales, aunque nuestra capacidad es la más letal de la naturaleza: seríamos capaces, por ejemplo, de destruir el planeta en pocos minutos. 

El nombre del mundo es bosque es, ante todo una novela que toma partido por una ideología determinada y por una apreciación pesimista de la naturaleza humana. Cuando terminemos de explotar la Tierra, sin duda nuestra rapacidad se dirigirá a otros planetas. En este contexto, Le Guin presenta un pequeño planeta boscoso que ha sido colonizado por nuestra especie, en detrimento de las razas humanoides locales, prácticamente esclavizadas en beneficio de una industria maderera a gran escala que ha de nutrir a la madre Tierra, una vez que ya no quedan bosques en ella. El planteamiento recuerda a muchas de las empresas coloniales que conocemos a través de la historia: un status quo que se mantiene a través de una evidente superioridad militar y tecnológica. 

Los athstianos, la raza oprimida son una especie humanoide pacífica, que ha desarrollado una cultura basada en vivencias mezcladas entre la realidad y los sueños lúcidos que son capaces de tener mientras están aparentemente despiertos. Frente a la injusta situación de su pueblo, se va a alzar Server, un athsiano marcado por la violación y asesinato de su pareja, que va a terminar siendo considerado una especie de dios entre su gente, por haberles transmitido un conocimiento nuevo: el arte de matar.

Se nota que el contexto en el que se desarrolla El nombre del mundo es bosque está muy influido por el momento histórico en el que fue escrita: los todopoderosos Estados Unidos acababan de recibir la más humillante de las derrotas en Vietnam por los miembros de una cultura que muchos consideraban inferior, pero que había logrado usar las condiciones geográficas de su propio país en su beneficio. A pesar de ser una obra digna de la poderosa imaginación de la autora y merecedora de múltiples premios, leída hoy día molesta un poco la moralina que desprende y su maniqueísmo en la descripción de personajes. No obstante, es evidente que ha influido en obras posteriores de la ciencia ficción cinematográfica de vertiente ecologista, como Avatar.

viernes, 1 de junio de 2018

ORDESA (2018), DE MANUEL VILAS. LISTEN TO ME.

"Nunca decimos toda la verdad, porque si la dijéramos romperíamos el universo, que funciona a través de lo razonable, de lo soportable."

A pesar de esta frase lapidaria, el afán de Manuel Vilas es Ordesa, es precisamente el contrario, puesto que la novela está consagrada a hablar de lo que mejor conoce: de sí mismo, según una moda literaria actual cuyo máximo exponente es Karl Ove Knausgård, en una serie de libros publicados bajo el título de Mi lucha. Lo primero que hay que decir es que hablar de la propia existencia con ese nivel de intimidad es algo propio de valientes, un acontecimiento casi dramático, porque esta acción de desnudar el alma no puede ser sino fruto de una necesidad perentoria:
  
"Nos vendría muy bien escribir sobre nuestras familias, sin ficción alguna, sin novelas. Solo contando lo que pasó, o lo que creemos que pasó. La gente oculta la vida de sus progenitores. Cuando yo conozco a una persona, siempre le pregunto por sus padres, es decir, por la voluntad que trajo a esa persona al mundo."

Y la verdad es que los pequeños episodios en los que está estructura Ordesa cuentan con una notable calidad literaria, que consigue que el lector quiera seguir leyendo el siguiente con naturalidad, casi sin esfuerzo alguno. Vilas se muestra a sí mismo como un ser absolutamente imperfecto, un perdedor que ha intentado vivir de la escritura y ha fracasado (aunque paradójicamente, el relato de este fracaso es el que ha dado auténtica fama al escritor, puesto que Ordesa lleva semanas encaramado en la lista de libros más vendidos), mientras recuerda su infancia y adolescencia, evoca a sus padres, describiendo unas imperfecciones que los humanizan y los hace quererlos más cuando ya no puede abrazarlos y se culpabiliza de haber dejado de lado sistemáticamente a su familia. También hay un espacio para la descripción de un descenso - afortunadamente breve - a los abismos del alcoholismo:

"Todo alcohólico llega al momento en que debe elegir entre seguir bebiendo o seguir viviendo. Una especie de elección ortográfica: o te quedas con las bes o con las uves. Y resulta que acabas amando tu propia vida, por insípida y miserable que sea. Hay otros que no, que no salen, que mueren. Hay muerte en el sí al alcohol y en el no al alcohol. Quien ha bebido mucho sabe que el alcohol es una herramienta que rompe el candado del mundo. Acabas viéndolo todo mejor, si luego sabes salir de allí, claro."

No sería aventurado concluir que esta novela está destinada a todo ser humano que cuente ya con cierto bagaje de experiencia en la vida, para todo aquel que transporte una mochila repleta de errores y aciertos y que necesite reflexionar acerca de las relaciones entre la vida y la muerte, en nuestro paso por este mundo y en el de quienes nos rodean y son capaces de dejarnos huella.