viernes, 23 de diciembre de 2016

MATAR A PABLO ESCOBAR (2001), DE MARK BOWDEN. PLATA Y PLOMO.

La magnífica serie Narcos ha vuelto a poner de actualidad el nombre de Pablo Escobar, uno de los criminales más sanguinarios de la historia que, paradójicamente, gozó, sobre todo cuando estaba en la cima de su poder, de un considerable apoyo popular. La historia de este narcotraficante es especialmente llamativa por el hecho de que llegó a amenazar la misma existencia de un Estado colombiano que solo pudo deshacerse de él con la ayuda de los Estados Unidos. Fue bien pronto cuando Escobar, un hombre tan inteligente como falto de escrúpulos, se dio cuenta del potencial del tráfico de cocaína, de los enormes beneficios que acarrearía su venta en el territorio estadounidense. Se trataba del mejor producto del mundo: una vez que se prueba, es difícil resistirse a otra dosis. Aunque a finales de los años setenta, el inicio de la carrera del protagonista, no se destinaron demasiados medios a atajar este comercio ilegal - se creía que la marihuana era una sustancia mucho más peligrosa - cuando las autoridades comenzaron a advertir la dimensión del problema, ya era demasiado tarde: Pablo Escobar se había convertido en un monstruo, en uno de los hombres más ricos del mundo, capaz de comprar casi cualquier voluntad, un criminal que tenía a muchos de sus hombres infiltrados en prácticamente todas las instituciones del Estado y que contaba con un enorme ejército de sicarios capaces de retar al Ejército y a la policía.

Pero lo más fascinante de Pablo Escobar era su personalidad. Quienes lo conocieron no dudan en afirmar que era un hombre profundamente educado, un seductor que fue capaz de convencer a muchos de que su desafío al Estado era en realidad un instrumento para defender a los más pobres de Medellín y del resto de Colombia. A éstos se los ganaba construyendo viviendas y equipamientos sociales y deportivos en los barrios más humildes. Aunque dedicara a ésto un escaso porcentaje de su fortuna, los resultados eran formidables: para muchos era una especie de santo laico que robaba el dinero a los ricos para dárselo a los pobres. Así se fue construyendo una leyenda muy difícil de quebrar, sobre todo porque el narcotráfico se había convertido ya en la principal fuente de ingresos para el país. Eran tantos miles los que se beneficiaban de esa industria, que estirparla no solo tendría consecuencias jurídicas, sino también sociales:

"Cualquiera puede llegar a ser un criminal, pero llegar a ser un forajido requiere admiradores. El forajido representa algo que va más allá de su propio destino. Sin importar cuán innobles sean los verdaderos móviles de criminales al estilo del bandido de la sierra colombiana (o los que Hollywood inmortalizó: Al Capone, Bonnie y Clide, Jesse James), un gran número de gente común y corriente los animó y siguió de cerca sus sangrientas hazañas con oscuro deleite. Sus actos delictivos, por más egoístas o absurdos que fueran, transmitían un mensaje social. Los actos de violencia y los crímenes que cometían eran ataques a un poder lejano y opresivo. El sigilo y la astucia que aquellos hombres demostraban al eludir al Ejército y a la policía eran fuentes de festejos, ya que ésas habían sido desde tiempos inmemoriables las únicas tácticas al alcance de los desposeídos."

Muchos de los que fascinaron por la figura de este supuesto benefactor del pueblo despertaron cuando descubrió su verdadero rostro como respuesta a la posibilidad de ser deportado a una cárcel de Estados Unidos (que hubiera cumplido pena en Colombia hubiera sido muy peligroso, o más bien tragicómico, como se demostró en los meses que pasó en una lujosa prisión construída por él mismo) con una brutal campaña terrorista que provocó cientos de muertos y una auténtica guerra civil en la sociedad colombiana. El Estado sudamericano no parecía capaz de pararle los pies y en más de una ocasión estuvo tentado de negociar con Pablo Escobar para acabar con la violencia. Solo unos pocos hombres incorruptibles, poniendo en peligro sus vidas y la de sus familias sacrificaron años de su existencia en una caza sin cuartel que culminó con la muerte del criminal, aunque al final este hecho se convirtiera en un evento más simbólico que práctico para la lucha contra el narcotráfico:

"Haber matado a Pablo no acabaría con el tráfico de cocaína a Estados Unidos, todo el mundo sabía que ni siquiera lo menguaría.  Pero los norteamericanos se habían embarcado en aquella empresa creyendo que lo que estaba en juego era algo más importante: el acatamiento de la ley y su defensa por el bien de la democracia y de la civilización. Pablo era demasiado rico, demasiado poderoso y demasiado violento, un tirano en potencia que había sido al que una sociedad democrática imperfecta, pero al fin y al cabo, libre, se había enfrentado."

Matar a Pablo Escobar es un libro fascinante, que narra con el mejor estilo periodístico cómo la dejación por parte del Estado de sus deberes (acerca de la prohibición de las drogas está pendiente que se produzca un debate valiente y sosegado al respecto) puede crear monstruos inmensos y casi omnipotentes que son capaces de lastrar su poder como si de un tumor cancerígeno instalado en su seno se tratara. En cualquier caso, el ocaso de Pablo Escobar benefició a sus rivales del cartel de Cali, que aprendieron de sus errores de su rival para liderar el mercado del narcotráfico durante la década de los noventa. Estamos ante un problema que dista mucho de estar resuelto en la actualidad. Se imponen soluciones más imaginativas, que consigan que deje de ser posible que tal poder económico y social se concentre en manos de un solo individuo.

2 comentarios:

  1. Parece un buen libro. Me gustaría leerlo...

    Por lo demás, recordar que Escobar era uno más en la sucesión de célebres narcos colombianos. Recuerdo que antes de él, hubo otros como Lehder o los hermanos Ochoa. Pero las campañas terroristas hicieron a Escobar mucho más temible...

    Ahora se habla menos de ellos. Mejor para Colombia.

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