Aunque se trata de dos libros muy distintos, escritos con estilos literarios divergentes, los personajes de Ishiguro en ambas novelas son seres inocentes y desvalidos cuyo lugar en el mundo está determinado por el servicio imprescindible que prestan a la sociedad en la que viven, que le necesita a la vez que les niega una completa humanidad. En realidad, la misión que prestan ante los demás implica el sacrificio de su propia existencia, a lo que acceden sin resistencia alguna.

"Los restos del día" está narrada en primera persona por Stevens, un veterano mayordomo inglés muy orgulloso de su oficio, tanto que mantiene unas ideas muy firmes acerca de la dignidad de su profesión:

"La dignidad de un mayordomo está directamente relacionada con la capacidad de ser fiel a la profesión que representa. (...) Los grandes mayordomos adquieren esta grandeza en virtud de su talento para vivir su profesión con todas sus consecuencias, y nunca los veremos tambalearse por acontecimientos externos, por sorprendentes, alarmantes o denigrantes que sean. Lucirán su profesionalidad como luce un traje un caballero respetable, es decir, nunca permitirán que las circunstancias o la canalla se lo quiten en público. Y se despojarán de su atuendo sólo cuando ellos así lo decidan y, en cualquier caso, nunca en medio de la gente."

La acción transcurre durante unos pocos días de asueto que le son concedidos por su nuevo amo, un millonario norteamericano. Stevens aprovechará para ir a visitar a la antigua ama de llaves de la mansión (por motivos estrictamente profesionales, como recuerda constantemente al lector) y ofrecerle volver a su antiguo puesto. Pero lo verdaderamente importante del viaje son los recuerdos que el protagonista va desgranando, en los que sin dificultad podemos leer entre líneas mucho más de lo que el mayordomo se esfuerza en transmitirnos.

Stevens ha servido con gran fidelidad durante muchos años a Lord Darrington, un aristócrata que sirvió en la Primera Guerra Mundial, contrario a las penosas obligaciones que el Tratado de Versalles impone a Alemania. Con la llegada del nazismo, Darrington arrastra sus ideas a los nuevos tiempos autoritarios que corren con Europa y establece peligrosas amistades con miembros de la derecha más reaccionaria de la política inglesa, que abogan por un acercamiento a Hitler.

De este modo, organiza reuniones en la mansión en las que personajes tan siniestros como el Ministro de Exteriores alemán, Von Ribbentrop, donde se sientan las bases de la política de apaciguamiento que permitiría a Alemania, antes de que estallara la guerra, invadir territorios como Austria o Checoslovaquia ante la pasividad de los Aliados. La mansión de Darrington se va a convertir en el lugar donde se decide el futuro de Europa y Stevens en un testigo privilegiado (y pasivo), que aporta sus servicios para que tan delicados encuentros alcancen el éxito, sin cuestionarse jamás la moralidad de lo que allí se discute:

"Las decisiones importantes que afectan al mundo no se toman, en realidad, en las cámaras parlamentarias o en los congresos internacionales que duran varios días y están abiertos al público y a la prensa. Antes bien, es en los ambientes íntimos y tranquilos de las mansiones de este país donde se discuten los problemas y se toman decisiones cruciales. La pompa y la ceremonia que presencia el público no es más que el remate final o una simple ratificación de lo que entre las paredes de esas mansiones se ha discutido durante meses o semanas."

Para Stevens, ser protagonista, a su discreta manera, de dichas reuniones, supone la culminación de su carrera profesional. En realidad, Stevens ha alcanzado la excelencia como mayordomo no permitiéndose mostrar sentimientos humanos en ningún momento, llevando hasta el extremo la famosa flema británica. Ni siquiera es capaz de abandonar su deber cuando su padre está agonizando a pocos metros de él.

La relación con Miss Kenton, el ama de llaves, va a ser muy peculiar. Es indudable que el protagonista se siente atraído por ella y se engaña a sí mismo (e intenta hacerlo con el lector) cuando asegura que solo pretendía con ella una relación profesional. La actitud de Stevens va a arruinar toda posibilidad de acercamiento entre dos seres solitarios que se necesitan mutuamente. El estado de enamoramiento restaría energías a sus obligaciones cotidianas, por lo que lo evita a toda costa, aunque finalmente intuye (aunque no reconoce plenamente) que ha ofrecido sus mejores años al servicio de un señor, no como un empleado, sino casi como una posesión personal de éste, como si de un elemento más de la casa se tratara y ha perdido por el camino sus oportunidades de ser feliz:

"Evidentemente, cuando ahora pienso en aquellas situaciones, es cierto que me parecen momentos cruciales o únicos en mi vida.; sin embargo, mi impresión mientras sucedían no era la misma. Más bien, pensaba que disponía de un número ilimitado de años, meses y días para resolver las diferencias que enturbiaban mi relación con Miss Kenton, o que aún surgirían ocasiones que podrían remediar las consecuencias de algún que otro malentendido. Lo que sí es verdad es que, en aquella época, nada parecía indicar que a causa de unos incidentes tan insignificantes todas mis ilusiones acabarían frustrándose."

Kazuo Ishiguro entregó una narración destinada a convertirse en un clásico, por la profunda humanidad que destila, por su narrativa tan pausada y elegante (pero no tan vacía) como la conversación de Stevens y sobre todo, por el autorretrato que ofrece de ese ser insignificante, un mayordomo que lo sacrificó todo para sentirse en la cumbre de su profesión.