Desde mi mirada de profano en asuntos de arte, hay cuadros que, aparte de resultarme estéticamente impecables, son capaces de contarme una historia, como si una obra narrativa tomara vida en una sola de sus páginas y pudiera ser testigo privilegiado de una escena cualquiera de la misma. Con un cuadro de Edward Hopper el efecto es deslumbrante, claro, porque anteriormente ya lo he visto cientos de veces en reproducciones, anticipando, sin saberlo, las emociones que me va a deparar tener la pintura delante de mis ojos, ser testigo de las elegantes combinaciones de colores, del espectacular uso de luces y sombras y, como ya he dicho, de la inevitable tendencia a imaginar historias a través de los personajes de sus cuadros.
Si repasamos la biografía de Hopper, advertimos que su vida fue esencialmente feliz. Su vocación desde muy joven fue la pintura, su familia le alentó a que la siguiera, triunfó y pudo saborear durante muchos años las mieles del triunfo. Así pues, Hopper tuvo mucho tiempo para convertirse en un observador de lo cotidiano, de una vida que podríamos calificar de vulgar, a la que sabe dotar de cierta grandeza en su arte, como si el artista fuera un fotógrafo clandestino que espía la vida íntima de los ciudadanos para plasmarla luego en un lienzo. Un artificio todo ello, sí, pero fascinante.
Mientras recorro la exposición, clasifico, con gran simpleza, los cuadros en dos tipos: los que muestran arquitectura y los que muestran personas. También hay algunos que muestran ambas cosas. Casa junto a las vías del tren (1925), se ha hecho ya un viejo conocido en los pocos días que llevo en Madrid, pues es el elegido para anunciar la exposición en los numerosos carteles publicitarios que me he encontrado en mis paseos. De hecho es un cuadro de un gran simbolismo: representa la estrecha unión de Hopper con el arte cinematográfico. Evidentemente, cuando fue pintado, el artista no podía sospechar que la casa acabaría convirtiéndose en un icono del cine de terror. Fue la elegida por Hitchcock como motel de Norman Bates en la inolvidable Psicosis. Pero si conseguimos abstraernos del film, el espectador puede imaginarla como una vivienda deshabitada, como si hubiera formado parte de un pueblo que poco a poco ha ido desmoronándose a su alrededor. La vía del tren que pasa a su lado, quizá sea su último contacto con la realidad.
En Habitación en Nueva York (1932), el artista hace que el espectador ejerza de voyeur y se asome desde la calle a la vida íntima de los personajes. El cuadro representa a una pareja en un momento de ociosidad y quizá de cierto aburrimiento. Él se intenta distraer con la lectura del periódico, pero se sienta inclinado en el sillón, como si pretendiera abandonarlo si se presenta la ocasión. Ella, con su elegante vestido rojo, toca al azar algunas teclas del piano. Quizá esperan una visita que se retrasa. Me gusta mucho el contraste entre la calle, donde es de noche y el interior de la habitación, iluminada con luz eléctrica, una de las conquistas de la civilización moderna en la que apenas reparamos.
Pero también hay un espacio en la exposición para asomarnos al arte del Hopper grabador. En Sombras nocturnas (1921) la escena está captada desde una perspectiva aérea en diagonal y la sombra el árbol parece cruzarse amenazante en el camino de un hombre insignificante. Ya no es la naturaleza, sino la ciudad la que guarda peligros insospechados para quien se atreve a recorrerla de noche. ¿Quién no ha soñado alguna vez que se encuentra perdido de noche en su propia ciudad y se angustia porque no sabe como volver a casa?
En Carretera de cuatro carriles (1956), se aúnan, de manera magistral, tradición y modernidad. Mientras observaba el cuadro, un visitante sugería a su mujer que quizá la señora estaba regañando a su marido por fumar en una gasolinera. Es poco probable, pues el hombre no se encontraría tan relajado si estuviera realizando una actividad clandestina. Marido y mujer parecen gentes del campo que se han adaptado a los nuevos tiempos, a la vida moderna que requiere los desplazamientos rápidos e individualizados en automóvil. Ellos están ahí para prestar un servicio, la carretera significa para ellos lo que un río podía significar para un aldeano de antaño: la fuente de la vida, su contacto con el mundo exterior, su prosperidad, en suma.
A mi entender, existe un fuerte contraste entre Dos puritanos (1945) y La ciudad (1927). El primero de los cuadros transmite una idea de orden: hasta los árboles se encuentran alineados, al contrario que en el segundo, en el que los edificios tienen distintos estilos y distintas alturas: la ciudad es un espacio más caótico, pero a la vez más dinámico, que a la vez separa y une a los hombres. El espectador quisiera poder introducirse en el espacio urbano y explorar las calles de esta pequeña ciudad y a sus habitantes. Con Dos puritanos, le basta con la contemplación.
Conversación nocturna (1949), tiene una historia curiosa: el coleccionista que lo adquirió tuvo que devolverlo porque, en el ambiente de caza de brujas de la época, el cuadro fue interpretado como una conversación clandestina de agentes comunistas. Es uno de los pocos cuadros de Hopper que presenta a gente conversando, en los que existe verdadera comunicación. Pero si que tiene algo de conversación secreta. La habitación ni siquiera está iluminada, la luz penetra desde el exterior: todos los elementos del cuadro invitan a imaginar una historia. ¿Quienes son los interlocutores? ¿Por qué necesitan reunirse a esas horas? He de decir que las reproducciones no le hacen justicia a la sensación de intriga que transmite el cuadro verdadero.
Habitación de hotel (1931), es uno de los cuadros emblemáticos de Hopper, y el único que yo había visto anteriormente, pues pertenece a la colección permanente del Museo Thyssen. Aquí nos asomamos sin pudor en la intimidad de una muchacha que lee sin que parezca estar )concentrada en tal actividad, pues intuimos que otros problemas deben atenazar su mente. Como domicilio provisional que es, el equipaje de la muchacha permanece sin deshacer en el suelo de la habitación, al igual que su ropa, puesta de cualquier manera en los muebles. Al menos la habitación es luminosa, pero solo para mostrar a alguien muy vulnerable que intenta apaciguar su soledad sin conseguirlo.
En Sol de mañana (1952), otra mujer solitaria pero ésta ni siquiera tiene el consuelo de la juventud. Parece necesitar el calor del Sol para sentirse viva, por lo que todo su ser está concentrado en recibir los rayos de esta luminosa mañana. Si acaso, aquí la soledad está aún más acentuada que en el cuadro anterior. La expresión de la mujer es melancólica, como compasiva consigo misma. Al observador le da la impresión de ser el único ser que queda en el mundo, un sentimiento muy común en el ser humano.
Y una grata sorpresa para el visitante al finalizar la exposición: el cuadro Sol de mañana cobra vida y nos encontramos una representación real de la escena que nos invitan a fotografiar. Existe un espacio desde el cual nuestra cámara reproducirá el cuadro casi en su exactitud. Yo prefiero mostrar esta otra perspectiva, con la sombra de la mujer reflejada en la pared posterior. Un detalle precioso y la guinda perfecta a una exposición impresionante, de la que salgo con el propósito de admirar la vida aún más y ser observador con los pequeños detalles: en ellos se encuentra el secreto de la misma.
Sin duda alguna una gran exposición de un gran pintor, aunque a mi gusto los cuadros estaban mal colocados.
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