Los años treinta y cuarenta fueron terribles para Europa. En la década de los veinte se fraguaron terribles regímenes dictatoriales que comenzaron su andadura ensañándose con parte de su propia población. En la Unión Soviética, Stalin tomó el poder tras la muerte de Lenin, instaurando un auténtico culto a la personalidad, fomentando las condenas a pasar años en el Gulag para sus enemigos, reales o ficticios.

En realidad, Siberia había sido un tradicional lugar de castigo penitenciario desde los tiempos de los zares, el mismo Dostoyevski fue uno de sus más ilustres huéspedes. Pero sería con Stalin cuando los campos de trabajo siberianos tomarían su más dura dimensión. El término "Archipiélago Gulag", acuñado por el escritor Solzhenitsyn acabaría cobrando fortuna para denominar el infierno por el que pasaron millones de personas, muchas de ellas inocentes. Las palabras con las que lo describe Dostoyevski en "Memoria de la casa de los muertos" podrían ser suscritas por todos los presos que allí habitaron:

"Éste es un mundo aparte, sin parecido a ningún otro, con leyes especiales, usos, hábitos y costumbres propios: una casa de los muertos vivientes, una vida como no la hay en otro lugar, y gente sin igual. Es un mundo aparte el que me dispongo a describir."

Un mundo aparte, en el que sus víctimas ni siquiera fueron reconocidas hasta muchas décadas después, a diferencia de las del Holocausto nazi. La ceguera de la intelectualidad europea de la época fue legendaria. De esta indiferencia habla Jorge Semprún en el prólogo de uno de los más impresionantes testimonios del Gulag, escrito por el polaco Gustaw Herling, titulado precisamente "Un mundo aparte":

"A principios de los años cuarenta (...) la ceguera con respecto a la Unión Soviética, la tenaz labor de negar la verdad del totalitarismo , estaba todavía ampliamente difundida - mejor dicho, era hegemónica - entre los intelectuales de las izquierdas europeas."

Y Bertrand Russell, el socialista Bertrand Russell, escribe en 1951, prologando este libro en su versión inglesa:

"El libro relata en esencia lo que el autor vio y sufrió en este campo, e incluye en un apéndice cartas de comunistas eminentes que niegan la existencia de campos de tal género. Los redactores de esas cartas y los "compañeros de viaje" que se prestan a creerles comparten la responsabilidad por los horrores casi increibles a los que están sujetos millones de seres humanos abandonados, hombres y mujeres, condenados en el duro clima ártico a una muerte lenta por el trabajo y el hambre."

La película de Peter Weir comienza informando al espectador de un detalle que a veces pasa inadvertido al mero aficionado a la historia: la Segunda Guerra Mundial en Europa comenzó con un pacto imposible entre los más grandes enemigos ideológicos: Alemania y la Unión Soviética. El pacto fue ratificado con sangre cuando ambas potencias invadieron y se repartieron Polonia. Dos años después, Alemania atacaba por sorpresa a su antiguo aliado, desencadenando la terribles batallas del frente del Este.

"Camino a la libertad" es una película dura y sin concesiones. A partir de la escena en el que el protagonista es torturado e invitado a firmar una confesión en la que se declara "enemigo de la Unión Soviética", informándose de que le ha delatado su propia mujer (ostensiblemente torturada también), la cámara penetra en el infierno del Gulag y el espectador puede familiarizarse con la variopinta fauna que lo habita. Hay allí presos de todas las nacionalidades por la que se ha expandido la Unión Soviética, diferenciándose éstos en dos grandes categorías: los políticos y los criminales comunes, siendo estos últimos unos privilegiados, ya que no son considerados estrictamente enemigos del Estado.

Aún dentro del infierno, existen círculos que pueden ahondar más el horror. Así lo experimentan los protagonistas cuando son enviados a las minas, donde la esperanza de vida no supera los seis meses. Esta circunstancia les reafirma en su voluntad de huir. La película no ahonda en la preparación del plan de huida, tan solo sabemos que aprovechan un defecto de construcción en la alambrada. En todo caso, sus captores consideraban la estepa siberiana una inmensa y gélida prisión. Si no los mataba la naturaleza, lo harían los lugareños, que eran recompensados por cada fugitivo muerto a sus manos.

El mismo director explica la madera de la que están hechos sus protagonistas, en la rueda de prensa concedida durante la presentación de la película en España:

"Esos que poseen la cualidad para no dejarse vencer, ni por lo peor de sí mismos, ni por el miedo, ni por el cansancio, ni por la derrota. Y es raro, pero existe gente con esa cualidad que logra inspirar a los que tienen alrededor hasta hacerlos más fuertes y mejores. Es lo que contaba Primo Levi, que la naturaleza humana, cuando es buena y generosa, puede con todo lo demás, y es lo que también contaba el libro de Rawicz."

Lo más sorprendente de la historia es que está basada en hechos reales. El libro de Slavomir Rawicz titulado en España "La increible caminata" relata la gesta del escritor y otros seis fugitivos, que hubieron de caminar miles de kilómetros, atravesando Siberia, Mongolia y el Tíbet hasta llegar a la India, dominada en aquellos tiempos por los británicos.

La película de Weir muestra esta gesta sin caer en sentimentalismos, poniendo énfasis en el enfrentamiento del hombre contra la naturaleza, en el hambre, en el cansancio, en la desesperación y, en suma, en la superación humana que hizo posible que esta aventura tuviera final feliz para algunos de sus participantes. Los caminantes no son perseguidos en ningún momento, una vez que se distancian de los guardas del gulag, pero el clima de opresión que les rodea está presente en todo momento y se hace patente cuando llegan a la frontera con Mongolia y descubren que el país ha caído también bajo la influencia soviética. Es como si el mundo entero fuera una inmensa prisión.

A destacar también el buen uso que se hace de la naturaleza durante todo el metraje, que se integra en la historia como un personaje más (no en vano National Geographic se implicó en el proyecto) y la gran labor de los actores, destacando un inmenso Ed Harris, representante de los estadounidenses que se dejaron engañar, en plena Gran Depresión, por las promesas del paraíso socialista y Colin Farrell, que interpreta a una especie de Dersu Uzala absolutamente corrompido por su contacto con la sociedad soviética, pero que sigue venerando extrañamente a sus propios verdugos.