lunes, 1 de marzo de 2010

EL COLOSO DE NUEVA YORK (2003), DE COLSON WHITEHEAD. SINFONÍA DE UNA CIUDAD.


Siempre he querido visitar Nueva York. Me parece la ciudad de las ciudades, un laberinto de calles interminable e inabarcable, un abigarrado mosaico de lugares en los que ya estuve a través de películas y series, pero cuya realidad quisiera comprobar con mis propios ojos .

El libro de Whitehead no puede englobarse en ningún género literario, ni siquiera en el de viajes. Se trata de una súbita inmersión en el corazón de la gran ciudad. Ni siquiera hace falta que pensemos en Nueva York, porque la ciudad que se describe puede ser cualquier gran urbe, donde el ser humano no es más que una hormiguita, perdida su identidad entre los inmensos edificios que componen un laberinto en el que cada día debe superar distintas pruebas para llegar indemne a su refugio al final de la jornada. Sus voces son meros murmullos que juntas componen el eterno ruido de la ciudad que nunca duerme. La urbe retratada como un ente despiadado, capaz de devorar a sus propios hijos.

Pero, a pesar de todo, las personas son atraídas por las luces de la ciudad. El primer capítulo del libro, el mejor a mi entender, retrata magistralmente las esperanzas, dudas y temores de los viajeros de un autobús que van a tener su primer contacto con Nueva York. La metrópolis tantas veces soñada se alza ante ellos seductora y amenazante a la vez. Formar parte del engranaje que la hace funcionar les va a costar sudores y lágrimas, pero en el momento de bajar los escalones del autobús todo parece posible. Otros autobuses salen a esa misma hora llenos de gentes que vuelven con los sueños rotos. A veces los sueños se cumplen, otras se transforman en pesadillas.

Pero el ritmo de la ciudad no admite pausas ni reflexiones. Todo debe seguir funcionando, los viajeros deben atestar diariamente el metro cargados de ilusiones o desesperanzas. Y el lector va a asistir entre fascinado y perplejo al exigente ritmo de vida neoyorkino, que exprime a sus trabajadores y los devuelve cada noche exhaustos a sus habitáculos, para repetir al día siguiente los mismos movimientos como Sísifos encadenados. Pero no nos quedemos en esto. Si cada día parece igual, las infinitas posibilidades que ofrece la ciudad acaban transformando cada jornada en una aventura. Whitehead nos habla de pequeños infiernos, sí, pero también de paraisos como Central Park o purgatorios como Times Square.

La escritura de Whitehead es nerviosa, describe la realidad por fragmentos, como el paseante que va fijándose en lo que tiene delante de sus ojos para olvidarlo de inmediato cuando una novedad llama su atención. Por mi parte, a diferencia de otros compañeros del club de lectura, he leído el libro con apresuramiento, como queriendo imbuirme en el ritmo de la ciudad, que parece no exigir serenidad, sino rápidas y eficaces decisiones. Su lectura me dejó sin energías. Quizá, sin saberlo, la ciudad me exigía también a mí su tributo.

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