martes, 30 de octubre de 2018

LA LEY DEL MENOR (2014), DE IAN MCEWAN. LA FE DE NUESTROS PADRES.


Para la mayoría de los occidentales la religión es más una tradición que una forma de vida. Son pocos los bautizados católicos que van a misa y que cumplen - o siquiera conocen - todos sus preceptos. En el caso de los Testigos de Jehová, todo es distinto. Quien nace en una familia de Testigos tiene garantizado que la religión va a ser el centro de su vida y que sus padres no tolerarán la más mínima disidencia. Ni siquiera cuando pueda estar en juego la vida de su hijo, tal y como plantea La ley del menor, novela en la que una jueza del Tribunal Supremo británico tiene que enfrentarse a la decisión de un joven testigo de 17 años de no someterse a una transfusión de sangre, influido por sus padres y por los ancianos de su Congregación, además de por unas convicciones propias, fuertes en apariencia, pero mucho más frágiles de lo que él está dispuesto a reconocer en un principio.

Lo que verdaderamente debe decidir Fiona, la jueza protagonista, es si el joven goza de la misma capacidad un adulto para decidir acerca de su propia vida, puesto que la legislación británica contempla ciertas excepciones en menores que están a punto de cumplir los dieciocho años. ¿Es Adam una víctima de una religión intolerante o es una persona que libremente ha elegido una forma de vida que contempla la posibilidad del martirio en nombre de unas creencias? En el fondo, como pronto descubrirá el lector, Adam no es más que un joven confundido repleto de ansia de vivir, pero que no quiere decepcionar a sus seres queridos flaqueando cuando se enfrenta a la prueba suprema. Fiona, que debe ponderar entre las razones del Hospital y las razones de la religión, afronta una enorme responsabilidad, la responsabilidad de elegir entre vida o libertad, aunque al final deba relativizar las creencias de los demás para decantarse por el mal menor, o el bien mayor, según se mire:

"Las religiones, los sistemas morales, el suyo incluido, eran como cimas de una densa cordillera vistas desde una gran distancia, entre las cuales ninguna destacaba de las otras por ser más alta, más importante o más verdadera. ¿Qué había que juzgar?"

En la mente de Adam, Fiona se va a convertir en un ser que le atrae y le repele al mismo tiempo. Puede ser la dadora de vida, aquella que le salve, tal como anhela en su interior, pero contra su voluntad consciente, la persona que le abra los ojos a otra forma de ver el mundo en la que por primera vez en su existencia, la libertad y el relativismo pueden empezar a jugar un papel esencial:

"Sin la fe, qué abierto y hermoso y aterrador debió parecerle el mundo."

Juzgando personalmente la novela desde un punto de vista moral, para mí está claro que la religión de los padres no debe imponerse sobre el proyecto vital de unos hijos menores que han sido adoctrinados desde la infancia y que no pueden ponderar de manera imparcial sus propias decisiones. Si uno es secuestrado desde la infancia por una doctrina asfixiante, la libertad de elegir es sustituida por el miedo a conculcar los preceptos de la propia fe, a decepcionar a los seres queridos y a ganarse el castigo eterno de Dios. La obra de McEwan plantea todos estos asuntos de una manera inteligente y deja que sea el lector el que saque sus propias conclusiones a través de un final ambiguo y agridulce.

lunes, 1 de octubre de 2018

EL PORVENIR DE UNA ILUSIÓN (1927), DE SIGMUND FREUD. UNA NEUROSIS INFANTIL.

A principios del siglo XX, en occidente, la fe religiosa era un concepto en franco retroceso, al menos entre las capas más ilustradas de la sociedad. La ciencia iba desentrañando muchos de los secretos del mundo y descubría que buena parte de ellos estaban en franca contradicción con lo que contaba la Biblia. Todavía había gente que se resistía a creer en los postulados de Darwin y preferían seguir manteniendo su fe en la verdad literal del Génesis, por mucho que la razón probara lo contrario. Así pues, no es raro que Freud califique a la religión como una ilusión, destinada a mantener esperanzas en una vida mejor y en una justicia divina que no es posible en este mundo. Cuando uno es niño, se siente protegido por los padres, pero cuando crece, descubre que la existencia es mucho más peligrosa de lo sospechado, por lo que los hombres inventaron la protección de padres de poder omnipotente. Si se los venera, vendrán recompensas en este mundo y el que existe después de la muerte:

"La civilización toma también a su cargo esta función defensora y la cumple por todos y para todos en igual forma, dándose el hecho singular de que casi todas las civilizaciones proceden aquí del mismo modo. No detiene en este punto su labor de defender al hombre contra la Naturaleza, sino que la continúa con otros medios. Esta función toma ahora un doble aspecto: el hombre, gravemente amenazado, demanda consuelo, pide que el mundo y la vida queden libres de espantos; pero, al mismo tiempo, su ansia de saber, impulsada, desde luego, por decisivos intereses prácticos, exige una respuesta."

Desde luego, renunciar a creencias que han sido inculcadas desde la más tierna infancia constituye un ejercicio de singular dureza. Por mucho que la razón insista en dirigir el pensamiento hacia el ateísmo o el agnosticismo, siempre quedará una reminiscencia conformada por una mezcla de ilusión antigua y miedo y que además representa un anhelo íntimo de todo ser humano que no quiere deshacerse de la esperanza de que todo tenga un sentido final. Para Freud, dejar atrás las creencias religiosas es traumático, pero nos hace madurar, superar la neurosis infantil que durante siglos ha lastrado el progreso de la humanidad, aunque también le haya proporcionado ciertos beneficios, relacionados con la moral de las masas. En cualquier caso, como bien pudo comprobar el pensador vienés en la Primera Guerra Mundial, el mandamiento de "No matarás", jamás ha impedido al Estado reclutar a millones de soldados y lanzarlos a la matanza en nombre de Dios y la civilización.

Después está el problema de las consecuencias, de si la moral pública puede verse afectada por una renuncia en masa de los preceptos religiosos. Como hemos podido comprobar en las últimas décadas, el progreso humano no se ve afectado por las renuncias religiosas, sino que sucede justamente lo contrario. Como no podía ser de otra manera, las últimas palabras del ensayo están dedicadas al poder de la ciencia, una creación humana, al igual que la religión pero que, al contrario que esta última, ha demostrado sobradamente que es factor fundamental para el desarrollo del bienestar de la humanidad:

"La civilización toma también a su cargo esta función defensora y la cumple por todos y para todos en igual forma, dándose el hecho singular de que casi todas las civilizaciones proceden aquí del mismo modo. No detiene en este punto su labor de defender al hombre contra la Naturaleza, sino que la continúa con otros medios. Esta función toma ahora un doble aspecto: el hombre, gravemente amenazado, demanda consuelo, pide que el mundo y la vida queden libres de espantos; pero, al mismo tiempo, su ansia de saber, impulsada, desde luego, por decisivos intereses prácticos, exige una respuesta."