viernes, 25 de agosto de 2017

ROMA. UNA HISTORIA CULTURAL (2011), DE ROBERT HUGHES. CAMINANDO POR LA CIUDAD ETERNA.

Pasear por Roma, con todo el tiempo del mundo por delante, es uno de esos placeres a los que se somete de buen grado cualquier amante del arte, de la historia, de la literatura o simplemente cualquier persona con una pizca de buen gusto estético. La ciudad abruma con una sorprendente mezcla de periodos históricos y estilos arquitectónicos que se dan cita en sus edificios, desde los antiguos romanos hasta Mussolini. Visitar el foro produce una especie de cosquilleo nervioso, pues la vista de tan formidables ruinas evoca la grandeza de un Imperio que se creía eterno y del que hemos heredado elementos tan importantes de nuestra vida cotidiana como la lengua o el derecho. 

Pero en Roma podemos deleitarnos observando cómo, en numerosas ocasiones, el poder papal reciclaba los elementos antiguos procedentes del foro o de edificios como el Coliseo, las termas de Caracalla o el Panteón, para engrandecer sus propios monumentos a bajo coste. Resulta increíble que a día de hoy podamos admirar la columna de Trajano prácticamente intacta, así como algunos arcos triunfales o el ya nombrado Panteón, que fue transformado en templo cristiano y cuya enorme cúpula fue el modelo para las de la catedral de Florencia y la de San Pedro. Personalmente, he de decir que hemos tenido suerte en esta visita, puesto que el tiempo ha acompañado (temperaturas de no más de treinta grados) y la ciudad se hallaba bastante despejada de turistas - incluso a la Fontana de Trevi se podía bajar con facilidad - excepto en lugares puntuales como San Pedro o el Coliseo, donde se dan cita decenas de viajes organizados, con el consiguiente caos que producen las masas de visitantes sedientos de fotos. 

Otro de los elementos destacados - y de lo que habla Robert Hugues extensamente en su libro - son las iglesias, que uno se va encontrando casi en cada esquina. Cada una de ellas resulta más suntuosa y espectacular que la anterior, casi como si se quisiera reavivar la fe a través de una representación casi teatral de las imágenes sagradas, a través de enormes frescos y mosaicos. Así lo justificaba el papa Nicolás V:

"(...) para crear convicciones firmes y estables en las mentes de las masas incultas, tiene que haber algo que resulte atractivo para la vista... una fe popular que se halle sostenida únicamente por doctrinas nunca será sino débil y vacilante. Pero si la autoridad de la Santa Sede estuviera visiblemente expuesta en majestuosos edificios, en imperecederos monumentos conmemorativos... la fe aumentaría y se fortalecería como una tradición desde una generación hasta la siguiente, y todo el mundo la aceptaría y la veneraría." 

Habré visitado casi treinta iglesias, pero sé que me han quedado muchas, porque Roma es inabarcable. Quizá mi favorita, si es que se pueda elegir alguna, sea la de San Ignacio, puesto que los frescos de la bóveda, de Andrea Pozzo, son insuperables, una ascensión al cielo casi tridimensional que uno no se cansa nunca de contemplar. Muy recomendables también son la de Gesú (que sirvió de modelo a San Ignacio), la Basílica de Santa María la Mayor, la Basílica de San Andrés del Valle, la Iglesia de Santa María de la Victoria (con El éxtasis de Santa Teresa, de Bernini), la Basílica de Santa María de los Ángeles, que está integrada admirablemente en el recinto de las Termas de Diocleciano, o la de San Pedro in Vincoli, con el imprescindible Moisés, una de las grandes obras maestras de Miguel Ángel, entre otras muchas.

El dominio de la Iglesia en la época del barroco no se limitó a los recintos sagrados, sino que contribuyó al embellecimiento de la ciudad a través de plazas tan conocidas como la España, la Navona o la del Popolo, en las que impera la teatralidad y el aprovechamiento de elementos antiguos, como obeliscos egipcios de miles de años de antigüedad que llevaron los romanos a la ciudad como souvenirs de la conquista de Egipto, algo que, combinado con las fuentes de Bernini dan a dichas piazzas una apariencia de espectacularidad sin igual. 

También es bueno salir un poco de las calles más céntricas y caminar hasta lugares un poco más alejados, como el Vaticano, contemplar las perspectivas de la plaza de San Pedro y entrar en sus museos para admirar (apretados junto con otros cientos de personas como en una lata de sardinas), la culminación del arte occidental en la capilla Sixtina, para después disfrutar de los enormes espacios del interior de la Basílica, poniendo el foco de atención, entre otros muchos puntos de interés, en la Piedad de Miguel Ángel y en el Baldaquino de Bernini, que indica el lugar donde supuestamente reposan los restos de San Pedro y para cuya construcción se usó bronce procedente del Partenón. Desde luego una visita al Vaticano difícilmente va a activar la fe espiritual de nadie, sobre todo si cree que la iglesia debería ser una institución pobre y para los pobres, pero sí que va a saciar nuestro apetito de arte y de historia. Otra visita un poco más periférica y encantadora es el barrio del Trastévere, con su hermosísima Basílica de Santa María y su ambiente de fiesta permanente, sobre todo desde un punto de vista gastronómico: cenar en cualquiera de sus restaurantes es un auténtico placer para los sentidos. También es imprescindible, si uno está interesado en la vida cotidina en el Imperio Romano, acercarse a las Termas de Caracalla, un conjunto monumental verdaderamente impresionante, que da una idea del esplendor y el lujo del que llegaron a disfrutar los ciudadanos de Roma en el punto álgido de su imperio. Aunque han pasado siglos y todos sus elementos decorativos han desaparecido, el espesor y la altura de muros y bóvedas hacen que sea inevitable que la imaginación se active paseando por un recinto que podía acoger a miles de personas cada día.

Si piensa usted viajar a Roma próximamente, es muy recomendable la lectura del ensayo de Robert Hughes, un apasionado de la ciudad que conoce todos sus secretos, un auténtico guía que facilita la comprensión de una urbe tan compleja, tan contradictoria y cuyo urbanismo lo han conformado tantos genios, que sería mejor llegar a ella prevenidos contra ataques repentinos del síndrome de Stendhal. Una última recomendación: antes de abandonar la ciudad, hagan una pequeña peregrinación a la Plaza del Campo dei Fiori. Es un espacio más bien recoleto, pero en el centro se levanta con bastante solemnidad la estatua de un monje, con la cabeza tapada con una capucha. Se trata de Giordano Bruno, un monje-filósofo de finales del siglo XVI, que se atrevió a acercarse al sistema de Nicolás Copérnico y a especular con la existencia de mundos habitados más allá del nuestro. Fue quemado en la hoguera como hereje en esa misma plaza. Roma también homenajea a los disidentes de la iglesia católica, a un apóstol de la libertad de pensamiento que se adelantó en un par de siglos a Voltaire.

2 comentarios:

  1. Mas le vale a la Iglesia honrar a Giordano Bruno.Y también a Prisciliano, que, según dicen los que saben, sus restos son los que se veneran en la Catedral de Santiago de Compostela y nó los de el Apóstol Santiago.Prisciliano fue uno de los primeros mártires de la misma Iglesia, que fue condenado por una herejía que nunca cometió al igual que sus dos compañeros que murieron junto a el.También Guillermo de Ockham, fraile franciscano, fue acusado de herejía y convocado por el Papa Juan XXII. Umberto Ecco en su famosa novela "En nombre de la rosa" narra parte de la historia.

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  2. La estatua de Bruno impresiona, entre otras cosas por su ubicación.

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