lunes, 1 de mayo de 2017

LA CARRERA HACIA NINGÚN LUGAR (2015), DE GIOVANNI SARTORI. DIEZ LECCIONES SOBRE NUESTRA SOCIEDAD EN PELIGRO.

La muerte de Giovanni Sartori nos ha privado de uno de esos intelectuales europeos que, más allá de luchas ideológicas, son una especie de voz de la conciencia de occidente. Y dichas voces no tienen por qué ser complacientes con todos nuestros valores, sino más bien críticas, sobre todo con la política errática seguida por la Unión Europea en los últimos años en asuntos económicos y humanitarios, dos temas especialmente sensibles, que requieren mayor celeridad de actuación y cuyas decisiones al respecto afectan directamente a todos los ciudadanos. A pesar de encontrarnos de nuevo en la senda del crecimiento económico, la crisis económica no ha hecho sino acrecentar la inmensa brecha entre los ricos y una clase media cada vez más empobrecida. Y este problema se adereza con una incontenible crisis de refugiados para la que la Unión Europea - ocupada en minimizar los efectos del Brexit - todavía no ha ofrecido una solución creíble. Junto a esto, el miedo al terrorismo islamista se acrecienta cada día. Solo hay que ver el pánico colectivo que tan fácilmente se produce cuando sucede el menor incidente dentro de una gran concentración humana. La relación de Europa con el islam tampoco es un asunto resuelto y el pensador italiano procura ofrecer algunos apuntes al respecto.

Sartori comienza estableciendo que los avances de nuestra civilización se han basado en buena parte en avances científicos que solo pueden conseguirse en sociedades cada vez más tolerantes. Bien es cierto que a veces dichos avances, si nos fijamos en el desarrollo de los medios audiviosuales, también pueden afectar a las capacidades de quien no sabe usarlos sabiamente, algo que el politólogo ya había advertido en 1997 con su famosa obra Homo videns:

"La televisión y el mundo de Internet producen imágenes y borran conceptos, pero así atrofian nuestra capacidad de entender."

Una vez establecida esta afirmación, enésima advertencia de la capacidad de manipulación sobre el ciudadano con la que cuentan los nuevos medios audivisuales, Sartori analiza el último siglo europeo, marcado por terribles guerras y por la tensión ideológica de las últimas décadas del siglo XX entre comunismo y capitalismo. Para él la idea revolucionaria es un bonito ideal que esconde los peores monstruos. Desde el final de la Segunda Guerra Mundial los partidos comunistas florecienron en las democracias occidentales y en ocasiones estuvieron a punto de desestabilizarlas. La ideología izquierdista que atacaba la única legitimación del uso de la fuerza por parte del Estado, pidiendo también su legitimación para que el pueblo pudiera hacer uso de ella en pos de una idea de justicia perfecta. Asistimos hoy a un evidente desprestigio de la clase política y del Parlamento - que en gran parte se ha esforzado ella misma en fomentar con sus torpes actuaciones - pero el peligro revolucionario parece conjurado después de la terrible experiencia vivida en Rusia y en los países del Este de Europa, cuando la legitimidad de la violencia volvió al Estado, pero sin control alguno, convertida en puro terror desatado contra los ciudadanos disidentes. Eso no quiere decir que la Revolución Francesa no estableciera las bases de nuestra moderna democracia, pero cuando la fuerza se usa para buscar ideas utópicas que deben ser llevadas a cabo por un poder absoluto y en teoría perfecto, los resultados suelen ser infernales.

Respecto a la relación de occidente con el islam, asunto apuntado más arriba, Sartori ha sido claro cuando se le ha preguntado al respecto, para él la sociedad occidental y el islam son incompatibles, lo cual no quiere decir que la convivencia sea imposible. Ante todo jamás hay que olvidar que uno de los pilares de nuestra democracia es su laicismo. Nunca hay que dejar que ideología religiosa alguna se imponga a nuestras Constituciones. Esto no deja de ser un problema inmenso, puesto que, mientras que la natalidad desciende en nuestra sociedad, los grupos musulmanes insertos en ella siguen aumentando su población. Los atentados de París no fueron realizados - quizá inspirados sí - por gente que llegó de fuera, sino por ciudadanos europeos musulmanes de tercera generación, algunos presuntamente integrados en nuestra forma de vida. Esta circunstancia hace saltar todas las alarmas, puesto que el ciudadano siente que no basta con vigilar las fronteras para conjurar el peligro terrorista, sino que el más terrible enemigo está ya en casa, escondido, esperando su oportunidad para ponerse en acción y causar el máximo daño posible. Peor todavía es constatar que esta situación hace subir como la espuma a partidos de ultraderecha como el de Le Pen, con posibilidades reales de ganar la presidencia francesa. Es sabido que cuando impera el miedo, la gente prefiere a quien le ofrece seguridad - a pesar de que ésta sea ilusoria y los métodos sean al final contraproducentes, fábrica de nuevos terroristas - frente al mantenimiento de las libertades. 

Por eso, a la hora de ofrecer soluciones a cuestiones tan acuciantes y que deberían haber sido abordadas hace mucho tiempo, es mejor mantener la cabeza fría y no dejarse arrastrar por sentimentalismos de uno u otro signo. Ni los refugiados son terroristas en potencia ni nuestras sociedades tienen capacidad de acogerlos a todos, a no ser que renunciemos a parte de nuestro bienestar (dudo que haya muchos ciudadanos dispuestos a ello, cuando se les ponga en esta tesitura, sobre todo porque la crisis ha hecho ya este efecto en muchos). Por eso es inteligente volver a Max Weber y a su visión práctica a la hora de abordar problemas complejos:

"Max Weber formuló la distinción fundamental entre "ética de la intención" y "ética de la responsabilidad". La primera persigue el bien (tal como lo ve) y no tiene en cuenta las consecuencias. Aunque el mundo se hunda, la buena intención es lo único que vale. La ética de la responsabilidad, en cambio, tiene en cuenta las consecuencias de las acciones. Si las consecuencias son perjudiciales, debemos abstenernos de actuar."

Es curioso que la última parte del libro sea una divagación frente a la consideración de la Iglesia Católica de los embriones humanos como personas con todos sus derechos. En cualquier caso, Sartori pone parte de la solución en la propia Iglesia, en la responsabilidad de quien predica pero ofrece poco trigo. Muchos dirán que estas palabras son demagogas, pero yo las suscribiría:

"El Vaticano posee muchísimos conventos casi vacíos, iglesias cerradas porque no tiene suficientes sacerdotes para mantenerlas abiertas y una colección de estatuas, cuadros y obras de arte de todo tipo que vendería como el pan por centenares de millones de dólares. ¿No somos "católicos", es decir, universales? Si todo puede circular por todas partes, y si nosotros los italianos no tenemos "tesoros" sino un nuevo agujero de cinco mil millones de euros, el Vaticano podría echar una mano. ¿Es una buena idea? Veremos."

Al final la conclusión del autor de La sociedad multiética es que nos encontramos en guerra, un conflicto subterráneo y de baja intensidad, pero que se deja ver de vez en cuando y de manera inesperada en toda su crudeza. De cómo se afronte una situación inédita, que pone como pocas veces en peligro nuestros valores, depende el futuro que tengamos en las próximas décadas. Porque esta carrera actual hacia ningún lugar debe ser corregida para llevarnos a un puerto seguro que sea compatible con los derechos humanos. Tarea titánica y compleja, pero que no admite más demoras.

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