martes, 26 de abril de 2016

SOBRE LA HISTORIA NATURAL DE LA DESTRUCCIÓN (1999), DE WINFRIED GEORG SEBALD. UNA NACIÓN BAJO TIERRA.

El gran historiador Eric Hobsbawn definió el siglo XX como una centuria muy corta, que abarcaba el periodo 1914-1991, comenzando con la Primera Guerra Mundial y terminando con la caída del Muro de Berlín y el colapso de la Unión Soviética. Y en el ojo del huracán de todos esos decisivos acontecimentos, Alemania, siempre Alemania. Fue el belicismo germano - secundado por el entusiasmo de otros muchos países europeos - el que hizo posible esa matanza inútil a la que se llamó Primera Guerra Mundial. Y fue de nuevo Alemania, resurgida de las cenizas de la derrota, la que provocó un conflicto más sanguinario que el anterior, una guerra que estuvo a punto de ganar, pero que acabó provocando una destrucción inaudita en su territorio: según nos informa Sebald, entre los años 1942 y 1945 fueron ciento treinta las ciudades alemanas bombardeadas desde el aire por los aliados. Muchas de ellas quedaron arrasadas y trescientos mil cadáveres yacieron entre sus ruinas.

Cuando Hitler se sucidió y Alemania firmó su rendición incondicional, llegó el momento del ajuste de cuentas. Los crímenes cometidos por el nazismo eran tan inmensos, tan radicalmente inclasificables, que parecía fuera de lugar hablar de los sufrimientos de la población civil alemana. En aquellos momentos hizo fortuna el libro de Karl Jaspers, El problema de la culpa, en el que el filósofo abogaba por una expiación colectiva. Los bombardeos sufridos y la ocupación del país no eran más que un justo castigo por la agresión a otros países y por haber organizado el Holocausto, cuestión de la que empezaban a conocerse sus detalles más macabros. El alemán de a pie no tenía más remedio que agachar la cabeza, apretar los dientes y afanarse en desescombrar las calles, pensando en una futura recuperación nacional que se veía muy incierta.

En este contexto, la población llegó a una especie de pacto de silencio tácito por el cual no debía hablarse del pasado inmediato, en cuanto al sufrimiento de la población civil alemana. Esto se constata en la literatura de la época y en la de décadas posteriores, que apenas hacen referencia a unos hechos que debieron quedar como un sello indeleble en la memoria de todo aquel que los hubiera vivido. No fue hasta principios de este siglo que, con la publicación de un libro como El incendio, del historiador alemán Jorg Friedrich, se reavivó el debate que hasta aquel momento había sido prácticamente un tabú. Unos pocos años antes, ya lo había hecho Sebald a través de las conferencias que se recogen en este libro. Por fin los alemanes podían verse a sí mismos, con todas las prevenciones, con el estatus de víctimas.

Porque, en muchos aspectos, la campaña de bombardeos contra la población civil fue un acto criminal. Bien es verdad que fue la propia Alemania la que empezó a alimentar este fuego con los ataques a Varsovia, Rotterdam, Londres o Coventry, pero la respuesta de los Aliados fue desmesurada, puesto que podrían haber elegido centrar sus ofensivas aéreas contra objetivos tácticos más definidos, tratando de evitar en lo posible las víctimas civiles. Pero la decisión fue la contraria. La lógica del conflicto fue adueñándose poco a poco de las mentes de dirigentes y altos mandos. Arrasar ciudades repletas de hombres, mujeres y niños no era tanto un imperativo militar como una represalia, un castigo. En cualquier caso, se trataba de imponer a cientos de miles de seres humanos, por el mero hecho de haber nacido en un determinado lugar, la más espantosa de las muertes. Así describe Sebald la tormenta de fuego que se abatió sobre Hamburgo en 1943:

"Y al cabo de otros cinco minutos, a la una y veinte, se levantó una tormenta de fuego de una intensidad como nadie hubiera creído posible hasta entonces. El fuego, que ahora se alzaba dos mil metros hacia el cielo, atrajo con tanta violencia el oxígeno que las corrientes de aire alcanzaron una fuerza de huracán y retumbaron como poderosos órganos en los que se hubieran accionado todos los registros a la vez. Ese fuego duró tres horas. En su punto culminante, la tormenta se llevó frontones y tejados, hizo girar vigas y vallas publicitarias por el aire, arrancó árboles de cuajo y arrastró a personas convertidas en antorchas vivientes. Tras las fachadas que se derrumbaban, las llamas se levantaban a la altura de las casas, recorrían las calles como una inundación, a una velocidad de más de 150 kilómetros por hora, y daban vueltas como apisonadoras de fuego, con extraños ritmos, en los lugares abiertos. En algunos canales el agua ardía. En los vagones del tranvía se fundieron los cristales de las ventanas, y las existencias de azúcar hirvieron en los sótanos de las panaderías. Los que huían de sus refugios subterráneos se hundían con grotescas contorsiones en el asfalto fundido, del que brotaban gruesas burbujas. Nadie sabe realmente cuántos perdieron la vida aquella noche ni cuántos se volvieron locos antes de que la muerte los alcanzara. Cuando despuntó el día, la luz de verano no pudo atravesar la oscuridad plomiza que reinaba sobre la ciudad. Hasta una altura de ocho mil metros había ascendido el humo, extendiéndose allí como un cumulonimbo en forma de yunque. Un calor centelleante, que según informaron los pilotos de los bombarderos ellos habían sentido a través de las paredes de sus aparatos, siguió ascendiendo durante mucho tiempo de los rescoldos humeantes de las montañas de cascotes."

Sobre la historia natural de la destrucción, no es un ensayo al uso. Es una indagación de carácter literario acerca del olvido deliverado de unos determinados hechos que deberían haber provocado muchas más reflexiones en su época. Bien es cierto que fueron muchos los alemanes que, ante el advenimiento de Hitler, miraron para otro lado y siguieron con sus vidas como si nada hubiera sucedido. Pero eso no les convierte automáticamente en culpables ni en merecedores de un castigo de proporciones bíblicas. Cuando uno contempla las fotos de urbes históricas como Colonia o Dresde, aplastadas, no puede sino estremecerse al pensar lo que debía ser vivir aquello, el terror absoluto que desencadenaría la posibilidad cierta de morir aplastado por los cascotes de los edificios o abrasado por las bombas incendiarias. 

A pesar de todo, aunque sea en ruinas humeantes, la vida debe seguir y los supervivientes tenían que superar pronto la conmoción sufrida si pretendían construir un futuro. Mientras gobernaron los nazis, lamentarse por los bombardeos era derrotismo. Después, simplemente, se consideró algo casi de mal gusto. Es bueno que en esta época se haya llegado por fin a una especie de normalización al respecto y puedan conocerse los testimonios de quienes se vieron obligados a soportar lo insoportable.

3 comentarios:

  1. Un dato valioso es que las víctimas alemanas de los bombardeos aéreos fueron menos que las víctimas de otros países de los bombardeos aéreos llevados a cabo por los alemanes. Pero otro dato valioso es que la decisión de comenzar el bombardeo indiscriminado contra objetivos civiles la tomó personalmente Winston Churchill. Hasta entonces, los alemanes no habían tenido como objetivo las ciudades inglesas (aunque sí arrasaron Varsovia). La estrategia de Churchill fue injusta y cruel, pero parece que salvó a Gran Bretaña (y quizá al mundo entero). Churchill sabía que Hitler ordenaría bombardeos de represalia sobre Londres, y sabía, porque los estrategas le habían informado al respecto, que los bombardeos sobre Londres expondrían más a los pilotos alemanes y menos a los británicos. La estrategia alemana hasta ese momento era atacar a los aeródromos y las bajas entre los pilotos británicos se estaban produciendo a un ritmo insostenible: dos o tres semanas más así y la RAF no tendría pilotos suficientes, de modo que la ventaja numérica alemana se impondría.

    Los bombardeos sobre las ciudades alemanas no fueron inutiles, aunque tal vez se hubiera podido ganar la guerra sin ellos. Forzaron a la Luftwaffe a emplear aviones en la defensa de las ciudades, los cañones antiaéreos no pudieron ser usados contra los tanques rusos (eran tan buenos para lo uno como para lo otro) y también dañaron la industria alemana. Es interesante también observar que durante la misma guerra se alzaron algunas voces en Gran Bretaña contra tales excesos.

    En lo que Churchill y sus generales se equivocaron por completo fue en creer que dañarían la moral del pueblo. Ése era uno de los objetivos y no se cumplió.

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  2. Sí, como no podía ser de otra manera la ofensiva aérea contra sus ciudades hizo mucho daño a los alemanes, pero no fue lo más efectivo que podían hacer con su aviación los Aliados, ni desde el punto de vista humanitario ni desde el militar. Si se hubieran dedicado a bombardear centros industriales y objetivos estratégicos, los antiáereos se tendrían que haber utilizado para el mismo fin.

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  3. "Si se hubieran dedicado a bombardear centros industriales y objetivos estratégicos, los antiáereos se tendrían que haber utilizado para el mismo fin."
    El tema está muy debatido, pero era más fácil proteger los centros industriales que las ciudades. Tenemos que entender la brutalidad de los bombardeos británicos con bombas incendiarias como parte del embrutecimiento inevitable en una guerra prolongada.

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