martes, 13 de octubre de 2015

TERCIOPELO AZUL (1986), DE DAVID LYNCH. LO QUE HACEMOS EN LAS SOMBRAS.

Pocas películas ofrecen un comienzo tan coherente con sus pretensiones como Terciopelo azul. Las imágenes idílicas de un pequeño pueblo de la América profunda pronto son matizadas por la presencia del mal: por una parte la presencia natural de la enfermedad y la muerte y por otra la más sutil maldad subterránea, la que no puede apreciarse a simple vista, pero que está siempre presente en el interior de las ciudades y dentro de nosotros mismos. Desde muy jòvenes, la experiencia vital nos hace sospechar, de manera inconsciente, de cualquier elemento desconocido que surja en nuestro camino. Esta elemental prudencia no siempre es llevada hasta sus últimas consecuencias (en ese caso jamás podríamos aprender nada ni progresar), pero a veces puede salvarnos de un mal paso que desemboca en nuestra perdición. A estas elecciones se enfrenta el joven Jeffrey (Kyle MacLachlan), uno de esos seres de apariencia tranquila e inocente, pero cuyas pasiones están dominadas por una irresistible y morbosa curiosidad por lo que sucede en el lado oscuro de la existencia.

Es curioso que el desencadenante de la acción sea el hallazgo fortuito, por parte del protagonista, de una oreja humana llena de hormigas, una referencia claramente buñuelesca, quizá porque el mundo perfecto de Jeffrey, trastocado por la enfermedad repentina de su padre, se va a volver de pronto nocturno y surrealista. Un mundo marcado por dos mujeres que parecen ser las dos caras de una misma moneda: por un lado la virginal Sandy (Laura Dern), compañera de aventuras y a la vez prudente consejera y por otro la cantante nocturna Dorothy, símbolo de lo prohibido y poseedora de un terrible secreto. Jeffrey se hubiera conformado con su papel de voyeur, de observador fascinado de lo que sucede en las sombras, protegido por ese armario que hace la función de última frontera entre un mundo y otro. Pero las circunstancias harán que tenga que experimentar en sus propias carnes una forma de vida demencial y al límite, con su propio maestro de ceremonias, ese psicópata interpretado por Dennis Hopper, en un papel realmente hecho a su medida, un desequilibrado con un gran carisma entre los de su clase. 

Así pues, Jeffrey es capaz de descender a los infiernos, sobrevivir y volver a su existencia idílica del principio, aunque ya sabemos que detrás de esa fachada hay mucho más de lo que parece. Dotada de una fotografía absolutamente maravillosa, con Terciopelo azul, David Lynch sentó las bases definitivas de lo que iba a ser su estilo, su descripción del mundo a partir de ese momento, que continuaría con Twin Peaks y con una serie de realizaciones en las que profundizaría en todas estas obsesiones, hasta el punto de que sus guiones se volverían paulatinamente más incomprensibles para el espectador. Quizá sea Terciopelo azul su película más equilibrada en este sentido puesto que, aunque cuenta con algún punto oscuro en su guión, se trata de una narración lineal y comprensible, aunque, como es lógico, esté diseñada para que el espectador aprecie que hay muchísimo que indagar bajo su superficie. Y es por ello por lo que resulta tan fascinante y a la vez tan perturbadora.

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