jueves, 10 de septiembre de 2015

EL TELÓN DE ACERO (2014), DE ANNE APPLEBAUM. LA DESTRUCCIÓN DE EUROPA DEL ESTE 1944-1956.

Existen muchos recovecos de la historia, también de la más reciente, que creemos conocer, pero de los que en realidad ignoramos gran parte de las auténticas circunstancias en las que fueron concebidos y desarrollados. La historia que comienza después de la Segunda Guerra Mundial en los países del Este de Europa ha sido en gran parte ignorada en Occidente, por la opacidad de los regímenes que se implantaron y por las implicaciones políticas e ideológicas que inevitablemente chocaban con la objetividad histórica que proporciona una perspectiva temporal más alejada y objetiva. Por eso el libro de Anne Applebaum puede resultar tan novedoso para muchos lectores que tenían una visión sesgada de lo que verdaderamente ocurrió en aquellas naciones durante las cuatro décadas que siguieron a la caída de Hitler, sobre todo en Alemania, Polonia y Hungría, en las que se centra el estudio de la historiadora. 

Lo cierto es que fue Stalin personalmente el que impulsó la interpretación más favorable para sus intereses de los tratados de Yalta y de Potsdam. La primera fase fue entrenar a cuerpos especiales de policía secreta, para que se hicieran cargo de la seguridad en estos países, incluso antes de ser conquistados, pero también se actuó con cautela, para no provocar el rechazo de los Aliados occidentales y se convocaron elecciones libres, que fueron un desastre para los comunistas. Ante esta tesitura, pronto se recurrió a métodos más duros: arrestos con falsas acusaciones de dirigentes y militantes de partidos de derecha y socialdemocráta, que iban a parar en muchas ocasiones a campos de trabajos forzados y de antiguos miembros de la resistencia, a quienes Stalin temía especialmente, por su experiencia combatiendo contra los alemanes. Muchos de ellos fueron deportados al Gulag, en Siberia.

Una vez que el poder pasó formalmente a manos comunistas, con la esencial ayuda de la presencia masiva del Ejército Rojo, empezó la represión contra miembros del partido sospechosos de algún tipo de desviacionismo, llegándose incluso a organizar el espectáculo de juicios amañados al estilo de los celebrados en los años treinta en la Unión Soviética. La toma del poder por los soviéticos fue tan cruel que no se dudó en reciclar campos de concentración nazis para usarlos en la nueva represión, como el de Sachsenhausen o el de Buchenwald. En Budapest se siguió utilizando el tenebroso edificio de la avenida Andrássy, conocido como Casa del terror, como centro de represión y tortura de los disidentes, al igual que había hecho el régimen anterior. La visita al edificio es impresionante y consigue recrear a la perfección la sensación de miedo atroz que debían sentir sus huéspedes forzosos.

Según la doctrina económica comunista, todas las empresas, incluso las más pequeñas, debían ser nacionalizadas y el progreso económico se conseguiría a través de planes quinquenales al estilo soviético. Algunos de ellos eran demasiado ambiciosos para poder ser cumplidos y otros no tenían en cuenta la estructrura económica del Estado donde se iba a aplicar, amén del hecho de que la Unión Soviética había desmantelado buena parte de la industria. Se fomentaba la productividad, estimulando la competitividad entre los obreros con fórmulas basadas en el estajonovismo, que primaban la cantidad sobre la calidad del producto. Se crearon ciudades comunistas de la nada, que terminaron convirtiéndose en un pequeños infiernos altamente contaminados. En algunos casos se logró incrementar el bienestar de parte de la ciudadanía, pero las crisis eran constantes. Oficialmente se culpaba del pobre avance económico, sobre todo en comparación con los países occidentales, a la acción de espías y al sabotaje. A pesar de todo, la fe en los postulados científicos de la doctrina económica del socialismo se mantuvo incólume durante mucho tiempo en buena parte de los cuadros dirigentes y militantes: 

"Por mucho que en ocasiones nos cueste entenderlo, los comunistas creían en su propia doctrina. Aunque ahora, con la perspectiva del tiempo, la ideología comunista nos parezca desatinada, eso no significa que en su momento no inspirara fervorosas creencias. La mayoría de los líderes comunistas de Europa del Este —y muchos de sus seguidores— pensaban realmente que tarde o temprano la mayor parte de la clase obrera adquiriría conciencia de clase, comprendería su destino histórico y votaría un régimen comunista."

Una de las características más reconocibles de las llamadas democracias populares, era la omnipresencia del Estado en todos los aspectos de la vida de los individuos, en primer lugar a través de la presencia continuada de la propaganda, que presentaba a la gente una realidad muy distinta de la codidiana. Cualquier organización o pequeña asociación que no controlara el Estado era sospechosa de realizar actividades ilegales, incluso si se trataba de asociaciones tan aparentemente inocuas como los boys scouts, conjuntos de baile u organizaciones benéficas de corte católica. Todas ellas fueron siendo proscritas de un modo u otro, porque "los nacientes estados totalitarios no podían tolerar ninguna competencia por las pasiones, el talento y el tiempo libre de sus ciudadanos". La gente se iba adaptando como podía a estos cambios, en parte por miedo, en parte por un deseo de vivir en paz derivado de la reciente experiencia de la guerra. Algunos confiaban en las promesas del gobierno, pero otros muchos simplemente trataban de sobrevivir en el día a día sin llamar mucho la atención, mostrando una cara pública y otra en la más estricta intimidad. La única defensa del ciudadano contra la presión del Estado era el humor. Los chistes proliferaron y a más de uno su sentido del humor le costó años de libertad. Hay anécdotas tan curiosas como la que cuenta Andrezej Zalewski, un antiguo empleado de radio polaco:

"Un día de invierno, cometí la estupidez de escribir en el texto del guión: «Un frente atmosférico frío se acerca a nosotros desde Rusia». El locutor lo leyó en alto […] y a la mañana siguiente recibí una llamada: «Ve a ver al director». Fui a ver al director, que me hizo pasar de inmediato. «Zalewski —me dijo—, creí que eras más inteligente. A partir de ahora, recuerda que del Este solo llegan cosas cálidas y agradables.» En ese momento no me pareció gracioso…"

En las sociedades comunistas se hicieron cotidianos términos orwellianos, como doblepensar y se empezó a usar una especie de neolengua que trataba de ocultar el fracaso del sistema. La política se degradó tanto que se dieron situaciones tan kafkianas como ésta:

"Los millones a los que se les obligó a votar abiertamente se presentaron en sus fábricas, oficinas y otros lugares establecidos, y mientras sonaba música de banda los guardias armados los acompañaron a sus lugares de votación […] Les ordenaron que sostuvieran las papeletas —todas con el número tres [el número del bloque comunista]— en alto, por encima de la cabeza, mientras hacían largas colas, para que los guardias pudieran verlas bien.
 

Sin embargo, explicó Mikołajczyk, no todos obedecieron: «Cientos de miles de personas valientes llevaban escondidas papeletas con el número del Partido de los Campesinos, y al acercarse a las urnas se las arreglaron para arrugar la papeleta con el número tres e introducir la que ellos quisieron en el sobre…"

Como ejemplo, se puede decir que en 1954 en Polonia había un registro de elementos criminales y sospechosos de seis millones de personas, un tercio de la población adulta. La paranoia era tal, que en muchas ocasiones la gente ni siquiera podía fiarse ni de sus familiares más directos, ya que se decía que la policía secreta tenía infiltrados en todas partes:

"Un historiador cuenta la historia de dos hermanas húngaras, ambas leales comunistas, que cada una por su lado empezaron a desencantarse con el régimen durante los juicios. Pese a vivir en el mismo apartamento, cada una estaba convencida de que la otra seguía creyendo en el régimen, y ambas seguían repitiendo las consignas estalinistas, incluso la una a la otra, igual que hacían cuando estaban fuera de casa. Al igual que los acusados, la población también debía actuar como si creyera en la verdad de lo que se decía, aunque en realidad tuviera sus dudas."

El telón de acero es una lectura fascinante, un ensayo que nos muestra de manera magistral los distintos aspectos de la vida cotidiana en los países del Este de Europa durante la época comunista y los mecanismos de poder que la hicieron posible. Al final todo acabó cayendo estrepitosamente por su propio peso, aunque nadie esperara que el desmoronamiento fuera tan rápido y absoluto. Si esta situación duró tanto contando, si no con la complicidad, sí con la conformidad de buena parte de la población civil, se debió a muchos factores y este párrafo del libro de Applebaum lo explica perfectamente:

"El logro realmente extraordinario del comunismo soviético —tal como se concibió en la década de 1920, se perfeccionó en la de 1930 y se extendió por Europa del Este después de 1945— fue la capacidad del sistema para lograr que tanta gente apolítica de tantos países se sometiera sin oponer demasiada resistencia. La devastación de la guerra, el agotamiento de sus víctimas, el terror cuidadosamente dirigido y la limpieza étnica —todos los elementos de la sovietización descritos con anterioridad en este libro— forman parte de la explicación. Tanto el recuerdo de la violencia reciente como la amenaza de la violencia futura se cernían de manera constante sobre la población. Si una sola persona de un grupo de veinte era arrestada, eso bastaba para mantener a las otras diecinueve asustadas. La red de informantes de la policía secreta era omnipresente, y aun cuando no lo era, la gente creía que podía serlo. La inevitable y repetitiva propaganda en las escuelas, en los medios de comunicación, en las calles, y en toda clase de reuniones y acontecimientos «apolíticos» hizo que las consignas parecieran forzosas y el sistema, inevitable. ¿Qué sentido tenía oponerse?"

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