domingo, 2 de marzo de 2014

PHILOMENA (2013), DE STEPHEN FREARS. EN EL NOMBRE DEL HIJO.

Imaginénse que les llega la noticia de una organización de carácter religioso que, como castigo a las muchachas que han sido madres fuera del matrimonio, las obligan a trabajar durante años prácticamente como esclavas y les permiten estar con sus hijos solo una hora al día, para que no se encariñen en exceso con ellos, ya que su destino es ser vendidos a familias pudientes. Si esto hubiera sucedido con cualquier entidad que no fuera la iglesia católica, se hubiera prohibido su existencia, se la habría calificado de secta destructiva y se hubiera investigado a los responsables que hacían posibles tales comportamientos monstruosos. Pero estamos hablando de una organización que lleva siglos ejerciendo un extraordinario poder sobre millones de personas, y a veces determinando la política de Estados enteros. Basándose más en el miedo que en el amor en demasiadas ocasiones, la iglesia católica, lejos del ejemplo que dio su fundador, exige obediencia ciega a sus miembros, mientras acumula en su seno bienes muy terrenales. 

Uno de los grandes escándalos de los últimos años en nuestro país (y últimamente tenemos donde elegir) apenas ha tenido repercusión en los grandes medios, más allá de algún que otro titular. Me refiero a la facultad que el gobierno de Aznar otorgó a la iglesia católica de inmatricular bienes inmuebles y tierras que no tuvieran dueño reconocido, sin restricción alguna. Así, la iglesia ha hecho buen uso de este privilegio y se ha adueñado de cientos - si no miles - de edificios y fincas por toda la geografía nacional sin más requisitos que presentarse en el Registro de la propiedad y decir: "esto es mío". Por este procedimiento últimamente están intentando (y seguramente al final lo conseguirán) quedarse con la propiedad de la mezquita de Córdoba ad aeternum. Pero estoy desviándome de los asuntos que trata Philomena, que tienen más que ver con otro escándalo sangrante que protagonizó la iglesia en nuestro país: los niños robados en el mismo momento del parto para ser vendidos, como castigo a sus pecadoras madres, a familias católicas de probada solvencia moral y económica. El modus operandi de las monjas irlandesas de la Magdalena, en Irlanda, era parecido, aunque más refinadamente sádico. Si en España las religiosas informaban a las desgraciadas madres que su bebé había nacido muerto, en aquel país dejaban que los niños crecieran un poco para después arrebatárselos a sus madres, que debían pagar durante unos años con duros trabajos de lavandería la merced otorgada al haber sido atendidas en el momento del parto.

Philomena Lee es una de estas víctimas, que ha mantenido en secreto la angustia por su hijo desaparecido durante su vida. Ya en la vejez, ha decidido hablar y contacta con un antiguo periodista para contarle su caso. Éste, al que al principio no parece interesarle mucho la historia, finalmente accede a investigar, puesto que puede haber materia para un buen reportaje. Pronto descubrirá en Philomena a una mujer singular, de otro tiempo, una mujer que no muestra ni un ápice de odio por lo que le hicieron y cuyo único interés es conocer a su hijo antes de morir. Philomena ha cargado durante toda su existencia con la idea de que fue justamente castigada por pecadora, tal y como le transmitieron las monjas. La idea de pecado, la del miedo a un castigo eterno, es una de las que con más fijeza pueden quedar en la conciencia de un individuo suficientemente condicionado. Martin Sixsmith, el periodista, no sale de su asombro cuando habla con la víctima que se siente culpable. Él es un hombre culto y ateo, pero también muy torpe a la hora de transmitir sus ideas a alguien que está en las antípodas de su educación y su pensamiento. Poco a poco irá reconociendo en Philomena a una auténtica cristiana, no en el sentido de seguidora de la iglesia, sino de las palabras de Cristo cuando decía que hay que amar a nuestros enemigos.

Stephen Frears ha cargado inteligentemente el peso de su película en sus dos soberbios intérpretes, sobre todo en una Judi Dench merecedora de todos los elogios. En su vocación de película pequeña, Philomena es capaz de conquistar al público, haciendo más efectiva la denuncia contra una institución que siempre sale impune de las mayores barbaries (mejor no hablar aquí de los casos, aún más sangrantes, de los abusos sexuales a menores por parte de sacerdotes, eso daría para otro artículo entero). La historia que cuenta Frears - basada en hechos reales - no es más que la exposición cruda de lo que sucede cuando un Estado deja de lado sus responsabilidades para otorgárselas a unas monjas de pensamiento medieval. Pensemos que no se trata de experiencias remotas, de épocas ya superadas, sino de personas que existen en este siglo XXI repleto de tecnología, que cayeron en sus días en las garras de personas que pudieron delinquir impunemente por estar respaldadas por una religión internacionalmente poderosa. Esos crímenes seguirán estando vivos en la conciencia de las víctimas mientras no existan medios ni voluntad para castigar a los verdugos con sotana. Los mismos miembros honestos de la iglesia, que los hay en abundancia, deberían ser los primeros interesados en limpiar el nombre del catolicismo, por muy dolorosas que sean las consecuencias.   

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