lunes, 7 de enero de 2013

LA CLASE (2008), DE LAURENT CANTET. ENTRE LOS MUROS.


En España la educación es un tema recurrente. Cada vez que llega al poder uno de los dos partidos políticos que nos gobiernan se propone la realización de un nuevo plan educativo, que termina deteriorando las ya de por sí frágiles condiciones de trabajo del sector en nuestro país. Últimamente el partido gobernante nos dice con la boca pequeña que lo mejor para el alumno es la educación privada, que la pública está relegada para los más torpes, para los que están destinados a ser mediocres sociales. Y con esta idea, la va desmantelando metódicamente y privilegiando a los centros concertados (y si tienen ideario religioso, mejor), que reciben generosas subvenciones mientras lo público es recortado día a día.

En Francia, según puede verse en la película, la educación pública todavía cuenta con una vitola sagrada: no se aprecia masificación en las aulas, se realizan seguimientos individuales a cada alumno y el personal docente se implica en que la igualdad de oportunidades no se quede en meras palabras: los profesores parecen llevarse bien y, en cierto sentido, trabajan en equipo cuando surge algún problema. En mi época estudiantil, las clases estaban masificadas (no voy a hablar de la Universidad, porque a veces aquello se parecía más al metro en hora punta que a un aula) y lo del seguimiento individual al alumno era una utopía: había profesores que se implicaban más que otros, pero todo se reducía a aprobar unos exámenes, sin más consideraciones. Una cosa sí teniamos clara, porque se nos había inculcado desde primero de EGB: el profesor era la autoridad y había que respetarlo siempre. Por lo que oigo a veces, los problemas actuales tienen mucho que ver con los que plantea La clase: la indisciplina del alumnado y la ruptura total de las barreras profesor-alumno.

El profesor que protagoniza la película, François, se enfrenta cada día a una clase desmotivada, a pesar de que sus aptitudes pedagógicas son más que aceptables. Los conflictos suelen venir motivados por la diferente procedencia de sus alumnos: algunos son inmigrantes cuyas familias están al borde del desarraigo social, por lo que terminan descargando sus frustraciones en clase. Para François, como para casi todos los profesores de la enseñanza pública, se plantean situaciones delicadas: ¿debe esforzarse en neutralizar las conductas más chulescas y descaradas, debe ignorarlas? ¿puede permitirse dedicar sus escasas horas de clase a una lucha de poder con sus alumnos, dejando la enseñanza de lado? En ningún momento se producen hechos especialmente dramáticos (a excepción del episodio con Suleiman), pero su labor se ve constantemente interrumpida por la guerra de guerrillas a la que le someten los alumnos que, a falta de otros conocimientos, exigen ser respetados al mismo nivel que el profesor, a pesar de las barbaridades que salen habitualmente de sus labios.

El gran error de François es tratar de enfrentar al alumnado con sus propias armas, aunque esto se explica en el tibio apoyo que pueden prestarle unas instituciones escolares en cuyas reuniones las dos representantes de los alumnos muestran una conducta absolutamente irrespetuosa, ante la pasividad del resto de sus integrantes, que saben que es mejor el silencio a ofender a quienes exigen ser respetados como adultos desde su comportamiento infantil. Yo, por supuesto, no abogo por que se instaure en las aulas públicas la disciplina de un colegio jesuita, pero sí por que se restituyan las pocas armas de autoridad con las que siempre ha contado el profesor.

En resumen, La clase es una película que, aproximándose a un estilo documental, retrata desde un punto de vista adulto la vida cotidiana de un colegio cualquiera en Francia. De hecho, todo lo que sucede, sucede entre los muros del colegio. La cámara solo sale al patio cuando algún adulto tiene que conversar con los alumnos. El resto del tiempo, las imágenes del patio, cuando las hay, se ven desde el punto de vista del maestro que observa las evoluciones de sus pupilos. Al final, queda una hermosa imagen de las aulas vacías mientras oimos los sonidos del exterior. Después de todo, la verdadera vida está fuera.

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