Cuando Charles Dickens (1812-1870) nació, la aventura napoleónica comenzaba su decadencia, con lo que se asentaban las bases del periodo de mayor esplendor del imperialismo británico. Su infancia fue muy parecida a la de muchos de sus personajes. Su padre, siempre endeudado, terminó dando con sus huesos en la cárcel y el joven Dickens, con doce años, vio su futuro lastrado y tuvo que ponerse a trabajar en terribles jornadas de diez horas en una fábrica de betún, algo que le marcó de por vida y le hizo colocarse siempre de parte de los desheredados. Como expresa Stefan Zweig, uno de sus admiradores, en el ensayo Tres maestros:

"En su alma prendió como el anhelo más profundo el ansia de vengarse de esta infancia humillada cuando el Destino le concediese poder y un campo para desarrollar sus fuerzas; el ansia de acudir con sus novelas en ayuda de esos niños pobres, abandonados y olvidados, que sufren como él sufrió la injusticia de malos maestros, de escuelas descuidadas, de padres indiferentes, del carácter indolente, egoísta y seco de la mayoría de los hombres. Salvar para ellos las flores de la alegría infantil, malogradas tan temprano en su pecho sin el rocío de la bondad humana."

Su trabajo como cronista parlamentario fue su primera ocasión de dar a conocer su prosa. La publicación de las primeras entregas de Los papeles póstumos del club Pickwick le hizo probar por vez primera las mieles del éxito, que ya no le abandonarían hasta su muerte. Para la posteridad dejó un legado de obras imperederas: Oliver Twist (1839) o la denuncia de crueldades con la infancia demasiado comunes en su patria, David Copperfield (1850), su obra más autobiográfica, Tiempos difíciles (1854) o la descripción de la explotación a la clase obrera por parte de una sociedad opulenta. Uno de los mayores logros de Dickens fue conseguir movilizar a una sociedad conmovida con sus obras: después de la publicación de Oliver Twist, aumentaron las ayudas a los niños huérfanos y el Estado modernizó las instituciones de beneficiencia.

Un admirador de Dickens como Vladimir Nabokov le dedicó estas palabras en su Curso de literatura europea:

"Como es evidente me interesa más el encantador que el narrador o el maestro. En el caso de Dickens, esta actitud me parece el único modo de mantener vivo a Dickens, por encima del reformador, por encima de la novela barata, por encima de la pacotilla sentimental trillada, por encima de la teatralidad estúpida. Ahí es donde resplandece eternamente, en esas cumbres cuya altitud, perfil y formación conocemos exactamente, así como los senderos para llegar hasta ellas a través de la niebla. Es en su imaginación en donde es grande."

El comienzo de Historia de dos ciudades (1859) sitúa al lector unos años antes del comienzo de la Revolución francesa con estas palabras sublimes:

"Era la mejor y la peor de las épocas, el siglo de la locura y de la razón, de la fe y de la incredulidad; era un periodo de luz y de tinieblas, de esperanza y de desesperación, en la perspectiva del horizonte era más esplendente y la de la noche mucho más profunda, en el que se iba en línea recta al cielo y por el camino más corto al infierno; era, en una palabra, un siglo tan diferente del nuestro que, según la opinión de autoridades muy respetables, solo se puede hablar de él en superlativo, tanto para bien como para mal."

Una de las principales influencias del escritor a la hora de abordar esta temática fue la lectura de la Historia de la Revolución francesa, de Thomas Caryle, donde abunda en el protagonismo de unos cuantos héroes que provocan los acontecimientos, en contraposición a las fuerzas sociales o económicas utilizadas por otros historiadores como justificación de los hechos. Así pues, una de las principales críticas que se han realizado a Dickens ha sido la de la simplificación de los acontecimientos: la revolución aparece aquí como una violenta venganza de los oprimidos contra la aristocracia, sin mencionar siquiera la importancia del pensamiento ilustrado que se había estado desarrollando durante todo el siglo XVIII y sin informar al lector de las distintas etapas por las que discurrió la revolución.

En contraposición a la pacífica existencia en el Londres de aquel tiempo, Dickens no ahorra escenas de miseria y opresión en la Francia prerrevolucionaria: el aristócrata que pasa a toda velocidad con su coche de caballos por un barrio humilde y atropella a una niña, el hambre onmnipresente y, sobre todo, la figura del marqués de Evremonde, una especie de señor medieval con derecho de vida y muerte sobre sus hambrientos vasallos, símbolo de la maldad contra la que se levanta el pueblo. Algunos críticos sostuvieron que Dickens había exagerado el poder de la aristocracia en esa época, pero él se defendió con estas palabras:

"Naturalmente yo sabía que los privilegios feudales habían desparecido pero se dejaban sentir amargamente en tan cercanos a la revolución como la narrativa del doctor Manette (...) Si hay algo cierto en esta vida, para mí es que la situación del campesino francés en aquella época era , en líneas generales, intolerable. Ninguna investigación posterior o cálculos hechos con cifras pueden desmentir el tremendo testimonio de los hombres que vivieron aquel tiempo."

Cierto es que, si bien no se ahorran descripciones de los abusos de la aristocracia, tampoco la revolución, en su avidez de sangre, sale bien parada. La época en la que los personajes llegan a Francia es sin duda la del terror jacobino, que tuvo su mayor expresión entre el 2 y el 6 de septiembre de 1792, cuando se asesinó a unas mil doscientas personas. Sin duda las mejores páginas de Dickens se producen con las descripciones de aquel ambiente de miedo y venganza:

"Los carros mortuorios cargados de víctimas pasaban todos los días por las calles, y jóvenes graciosas, mujeres brillantes de cabellos negros y de cabellos canos, niños y ancianos, nobles y plebeyos formaban el vino rojo que se sacaba todas las mañanas de la bodega de la cárcel para apagar la sed devoradora del monstruo. ¡Libertad, Igualdad, Fraternidad o Muerte! La última es más fácil de dar que las otras tres. ¡Oh Guillotina!"

Si algo es criticable en esta novela es su estructura y la poca profundidad de sus personajes. Hasta casi la mitad de la narración no se hilvana una trama propiamente dicha. Hasta ese momento se ha estado realizando un complicado juego de presentación de situaciones y personajes en Inglaterra y Francia. Bien es cierto que debe tomarse su tiempo en mostrar como la tiranía de la aristocracia planta la semilla revolucionaria, pero debería haber aprovechado ese espacio para profundizar en la psicología de unos personajes demasiado planos y maniqueos. Ni siquiera el doctor Manette, cuya creación se inspiró en una visita de Dickens a una prisión de Filadelfia en 1842, donde los presos adoptaban el trabajo manual como alivio de su soledad, está suficientemente desarrollado.

El arte de Dickens está aquí limitado por su sentido moral: siempre busca situaciones en las que el héroe, humilde, valeroso y constante, salga triunfante y el mal, representado por la riqueza, el fanatismo y la avaricia acabe pagando. Era el precio de su popularidad: debía dar al lector lo que le pedía y no alterar el orden del mundo en el que vivía. Bien es cierto que en esta novela también hay perdedores, sobre todo en un pueblo francés fanatizado en la venganza que no duda en masacrar a todo sospechoso de haber simpatizado con el Antiguo Régimen, pero el héroe es salvado en el último momento de una manera novelesca e inverosímil. Es mucho más conmovedor, por ejemplo, el Dickens de Oliver Twist, un personaje mucho más humano y con el que el lector se identifica con mucha más facilidad.