Malick es un director con fama de huraño. Raramente concede entrevistas y tampoco suele aceptar posar para una fotografía, como si solamente quisiera hablar a través de su obra, tan compleja como fascinante. Su difícil narrativa es reflexiva y preciosista, por lo que para él es esencial trabajar con grandes directores de fotografía y músicos que sepan dotar a sus imágenes de poesía. Cuando se ocupa de episodios históricos de su país (la Segunda Guerra Mundial en La delgada línea roja o el choque de civilizaciones entre europeos y nativos americanos en El nuevo mundo) su visión nunca es complaciente, estableciendo un contraste entre la pureza de la naturaleza y la brutalidad humana.

El espectador que se disponga a contemplar El árbol de la vida, ha de saber que se encuentra ante un estilo de hacer cine que poco tiene que ver con la oferta del resto de la cartelera. Muchos, atraídos por el nombre de Brad Pitt, entrarán en la sala sin saber muy bien a lo que se enfrentan y se sentirán desconcertados. Lo mejor es dejarse llevar por la propuesta de Malick, esa reflexión totalizadora acerca del sentido de la existencia que se centra en la vida de una pareja y sus hijos, pero que se mueve entre lo inmenso y lo diminuto, otorgándoles la misma importancia, con una facilidad pasmosa.

Una buena parte de la película está dedicada a mostrar la gran sinfonía del universo, del que la Tierra forma parte, como lo que somos es producto de un complejísimo proceso en el que han intervenido infinitos factores y casualidades. Las imágenes resultan sublimes, en combinación con una música primorosamente escogida. Lo que está mostrando Malick es historia remota, pero el hombre pertenece a ella, al mundo y sus protagonistas, al enfrentar los problemas cotidianos, se enfrentan también a lo insondable y las preguntas se hacen insoportables ante la pérdida de un hijo: ¿dónde está Dios?

Porque, el papel de Dios en todo esto es una de las grandes preguntas del filme de Malick, no tanto para plantearse su existencia o no, sino para indagar acerca de su silencio. El punto de vista principal se sitúa en un niño que de adulto (Sean Penn) se sentirá inmensamente solo y recordará las circunstancias de su infancia, marcada por un padre (Brad Pitt) a la vez autoritario y cariñoso, cuya obsesión es que sus hijos sean fuertes y competitivos para que se desenvuelvan bien en la sociedad que les ha tocado vivir y una madre (Jessica Chastain) que representa una pureza casi virginal, en la que siempre puede encontrar refugio, aunque ni siquiera en ella puede encontrar consuelo a la tragedia de la muerte de su hermano.

Resulta muy llamativo que la película comience precisamente con un texto bíblico del libro de Job, un texto que habla de resignación, de como Dios puede jugar con el hombre cuanto le plazca, aceptando nada menos que un reto de Satanás para demostrar que la devoción triunfa por encima de las peores pruebas. Cualquier hombre puede ser un Job cotidiano sometido a los sinsabores y crueldades del mundo.

La madre que se dirige a Dios para que le explique la muerte de su hijo encuentra el silencio. ¿Qué importa su dolor ante la inmensidad del tiempo y del universo? Sin embargo Malick otorga voz al insignificante ser humano a través de sus personajes, mostrando unas acciones cotidianas que en el fondo lo único que pretenden es sentir la felicidad en comunión con la naturaleza a la que pertenecen. Cuando Malick nos enseña con tanto detalle el milagro del movimiento de las manos y pies de un bebé que busca el rostro de su padre está mostrando la esencia de la vida, las respuestas que se encuentran en lo que erróneamente consideramos pequeño.

El árbol de la vida posee así un tono trascendente muy adecuado al mensaje que quiere transmitir su director, que vuelve a entregar una propuesta arriesgada y polémica, realizada con entera libertad, algo que puede decirse hoy día de pocos cineastas. La Palma de Oro en el Festival de Cannes es un justo reconocimiento a la valentía del director.