A partir de aquí se han ido sucediendo polémicas acerca de esta cuestión que seguramente habrán hecho removerse de placer en su tumba al viejo Céline mientras esboza una sonrisa irónica. ¿Es lícito ningunear a un genio literario por sus acciones mundanas? Lo cierto es que el gobierno francés se dejó llevar por la sensibilidad que todavía despierta el Holocausto judío, aún demasiado reciente como para homenajear oficialmente a un escritor genial que fue también un infame panfletista antisemita que se dedicó durante la ocupación de Francia a denunciar ante los nazis el escondite de algunas familias judías. Si Céline se libró de la pena de muerte una vez liberado su país es porque logró huir y establecerse en Holanda, que negó su extradición. Después, fue beneficiado por la amnistía de 1951.

Para un especialista en la literatura del siglo XX como Mario Vargas Llosa, hay mucho de injusticia en no celebrar a un genio literario alegando sus pecados mundanos, por muy terribles que estos sean. Para él, si no se separase la obra literaria de la biografía del escritor, pocos pasarían este examen ético. Tal y como escribe en el artículo publicado en El País el 30 de enero de 2011:

"Desde luego que la genialidad artística no es un atenuante contra el racismo -yo la consideraría más bien un agravante-, pero, a mi juicio, la decisión del Gobierno francés envía a la opinión pública un mensaje peligrosamente equivocado sobre la literatura y sienta un pésimo precedente. Su decisión parece suponer que, para ser reconocido como un buen escritor, hay que escribir también obras buenas y, en última instancia, ser un buen ciudadano y una buena persona. La verdad es que si ese fuera el criterio, apenas un puñado de polígrafos calificaría. Entre ellos hay algunos que responden a ese benigno patrón, pero la inmensa mayoría adolece de las mismas miserias, taras y barbaridades que el común de los seres humanos. Solo en el rubro del antisemitismo -el prejuicio racial o religioso contra los judíos- la lista es tan larga, que habría que excluir del reconocimiento público a una multitud de grandes poetas, dramaturgos y narradores, entre los que figuran Shakespeare, Quevedo, Balzac, Pío Baroja, T. S. Eliot, Claudel, Ezra Pound, E. M. Cioran y muchísimos más."

Lo más curioso de Céline es que el lector de "Viaje al fin de la noche", difícilmente calificaría a este escritor de fascista, si se atiene estrictamente al contenido de la novela, que tiene mucho de autobiográfico. Ante todo el escritor francés describe un mundo sórdido, de bajos fondos, del que el protagonista, Ferdinand Bardamu, no puede o no quiere salir y acaba comprendiendo su pertenencia a ese estrato social que habita la periferia de las grandes ciudades y se ocupa de aquellas tareas que otros considerarían indignas, estableciéndose en el día a día una lucha feroz por la supervivencia propia de las clases sociales más pobres.

Las páginas más interesantes de la novela están en su primera parte, cuando el protagonista lleva una vida errante en busca de fortuna y se producen varios cambios de escenario. Su historia comienza con el estallido de la Primera Guerra Mundial cuando, en un estúpido arrebato patriótico, Bardamu se alista como voluntario en el ejército francés. Pronto se va a dar de bruces con el verdadero rostro del patriotismo, al menos de lo que la patria espera de él: que se convierta dócilmente en carne de cañón. Ante esta situación, decide lúcidamente que es mejor que le tomen por loco antes que seguir participando en la locura de la guerra.

Posteriormente su búsqueda de fortuna le va a llevar a África, a unas colonias que recuerdan poderosamente al territorio descrito por Joseph Conrad en "El corazón de las tinieblas". El europeo que llega a esas tierras desde la cómoda civilización se encuentra de pronto imbuido en los estadios más primitivos del hombre, cuando vivía, no en comunión, sino padeciendo a la naturaleza, lo cual describe magistralmente Céline narrando su estancia solitaria en una cabaña en medio de la selva, rodeado de insectos, animales salvajes, nativos y asaltado continuamente por violentas fiebres. Sus conclusiones sobre el colonialismo no son nada ambiguas:

"Los indígenas, por su parte, no funcionan sino a estacazos, conservan esa dignidad, mientras que los blancos, perfeccionados por la instrucción pública, andan solos.
La estaca acaba cansando a quien la maneja, mientras que la esperanza de llegar a ser poderoso y rico con que están atiborrados los blancos no cuesta nada, absolutamente nada. (...) No sabían, aquellos primitivos (los egipcios antiguos), llamar "Señor" al esclavo, ni hacerle votar de vez en cuando, ni pagarle el jornal, ni, sobre todo, llevarlo a la guerra, para liberarlo de sus pasiones. Un cristiano de veinte siglos, algo sabía yo al respecto, no puede contenerse cuando por delante de él acierta a pasar un regimiento. Le inspira demasiadas ideas."

El siguiente destino en este particular viaje de supervivencia vital de Bardamu se encuentra en la tierra prometida, en los Estados Unidos de América, que en aquella época comienza a vislumbrar una prosperidad que le llegará a convertir en la gran potencia del siglo XX. Pero para el autor, América no es sino otro lugar donde padecer calamidades, viviendo en las pensiones más sórdidas, ocupándose de los trabajos más precarios y relacionándose casi exclusivamente con perdedores en un entorno difícilmente superable de darwinismo social.

A su vuelta a Francia, Bardamu termina sus estudios de medicina, pero ni siquiera el ejercicio de una profesión tan prestigiosa le va a librar del continuo descenso hacia la oscuridad al que parece abocada su existencia. Esta segunda parte de la novela y es un poco más reiterativa, lo que le resta algo de interés en contraste con la primera. Lo curioso de esta obra es que Céline no profundiza en ningún momento en su vida intelectual, que tuvo que tenerla, sino que le interesa más mostrar las miserias de la existencia sin reservas:

"¡La tierra es muerte! (...) No somos sino gusanos encima de ella, nosotros, gusanos sobre su repugnante y enorme cadáver, jalándole todo el tiempo las tripas y sólo sus venenos... No tenemos remedio. Todos podridos desde el nacimiento... ¡Y se acabó!"
En una entrevista realizada a Céline por Marc Hanrez en 1959, el autor reitera su pesimista visión del hombre:

"El hombre no es un animal, puesto que conoce su porvenir. Luego tiene miedo, y bien justificado, a lo que le espera. Las bestias no saben; les llega su destino y sufren, pero no lo anticipan o lo anticipan muy poco (el caballo tiene un poco el presentimiento del matadero). La bestia a la que se mata siente, pero es muy breve, en tanto que el hombre puede hacerse ya una idea de lo que le espera con sesenta años de adelanto. Los estudios de la medicina nos informan admirablemente sobre la vida. Cosas como éstas la ensombrecen. El hombre corrige entonces sus pensamientos lúcidos mediante el alcohol y el papeo, y luego mediante el viaje, los coches, todas las formas de engañar a su lucidez… Ya no es lúcido. Va a las academias, al teatro. Le remueven los sesos… al contrario de lo que se intenta hacer con los religiosos. En este caso, se repite todo el tiempo: “¡Atención! ¡No es eso! ¡La realidad de la muerte!”. Envejece en su tumba. (Su lugar, el lugar del hombre, está evidentemente en acostarse cada noche en su ataúd)."

Hablando sobre su libro, dijo una vez Céline: "El hombre está desnudo, despojado de todo, aun de la fe en sí mismo. Mi libro es eso." Y es que, como se expone continuamente en la novela, la existencia del ser humano se puede resumir en tres obsesiones básicas: jalar, la jodienda y el currelo. ¿La vida intelectual? Seguramente fue importante en los años de formación de Céline, pero es ninguneada por la lucha por sobrevivir en un mundo absurdo que se anticipa en varios años al de los existencialistas.