Existen personajes históricos, sometidos a tales circunstancias que su vida parece ser pura ficción. Robert McNamara es uno de ellos. Según él mismo cuenta, sus primeros recuerdos tienen que ver con la celebración del final del acontecimiento que según el historiador Eric Hobsbawm dio comienzo el siglo XX: la Primera Guerra Mundial, aunque tuviera solo dos años en aquel instante.

La brillantez como estudiante de McNamara dejó claro desde muy temprana edad que podría haber sido lo que hubiera querido. Tras licenciarse en Berkeley después de un corto periodo como profesor, la entrada de Estados Unidos en la Segunda Guerra Mundial hizo que comenzara a servir en el ejército. Pero una inteligencia como la suya no podía desperdiciarse en el frente, así que fue destinado a la Oficina de Estadística de las Fuerzas Aéreas.

En su despacho se manejaban cada día frías cifras de derribos de aviones, de destrucción de ciudades, de miles de muertos en bombardeos de un horror inimaginable. El cometido de McNamara era maximizar los resultados de los medios puestos a su alcance. Eso se traducía en acometer la mayor destrucción posible en los objetivos militares y civiles de las ciudades de Alemania y Japón perdiendo el menor número de bombarderos. El futuro Secretario de Estado de Defensa fue el cerebro de la campaña de bombarderos a las principales ciudades japonesas en los estertores de la guerra.

Uno de los momentos culminantes del documental es, precisamente, aquel en el que habla de aquellas operaciones que asesinaban a miles de personas inocentes cada noche a través de espantosas tormentas de fuego. McNamara mira a la cámara y el espectador puede atisbar cierto brillo de culpabilidad, de conciencia quebrada, en su mirada. Sabe perfectamente que de haber perdido su país hubiera sido juzgado como criminal de guerra por esos hechos. Pero también sabe justificarlos, o quizá más bien autojustificarse. La conquista del Japón mediante desembarcos hubiera supuesto la pérdida de muchas más vidas humanas. Las dos bombas atómicas fueron la puntilla para un país que ya no tenía posibilidad alguna de defenderse. Una especie de experimento sobre las nuevas normas de los conflictos en la antesala de la Guerra Fría.

Acabada la guerra con la derrota del Eje, en la paz imperfecta y sinuosa que siguió, McNamara volvió a la vida civil y comenzó a trabajar para la Compañía de automóviles Ford. Tanta fue la brillantez de su labor directiva que en pocos años fue catapultado hasta la presidencia de la empresa, que en aquel periodo consiguió asentarse como uno de los pilares del llamado sueño americano. Por una de esas irónicas paradojas de la historia, McNamara fue pionero en el uso del cinturón de seguridad en los coches que fabricaba, conducta que fue imitada pronto por la competencia y que salvó la vida a muchas miles de víctimas de accidentes de tráfico. Las frías estadísticas que pocos años antes le anunciaban los muertos en ataques aéreos, ahora le servían para cerciorarse de que el nuevo invento las salvaba.

Robert McNamara podría haber tenido un brillante futuro como director de la Ford, pero parece ser que el puesto no colmaba sus ambiciones. Cuando Kennedy le ofreció la Secretaría de Defensa, no pudo resistir la tentación de probar las mieles del poder, de manejar un presupuesto inimaginable destinado, no a combatir a una competencia comercial, sino a ir siempre un paso por delante de la Unión Soviética en lo militar, en una guerra continua de espionaje y de nervios que iba dejando tras de sí algunos puntos calientes a lo largo del globo.

Cuando McNamara habla de la Crisis de los Misiles de Cuba se produce uno de los momentos más dramáticos del documental, uno de esos instantes cargados de verdad en los que el espectador se estremece cuando comprende el significado de lo que está contando ese hombre anciano, poseedor todavía de energía y elocuencia sobradas como para convencer a quien le escuche de que, a pesar de la presunta racionalidad de Kennedy, Kruschev o Castro, el mundo estuvo al borde de una catástrofe nuclear en la que solo habría vencidos. Mientras, gesticula con sus dedos pulgar e índice para indicar lo poco que faltó para que llegara la hora del fin del mundo.

La prueba definitiva para McNamara, la que arrasó para siempre con su popularidad y con el mito de la invencibilidad del Ejército Norteamericano fue la Guerra de Vietnam, donde se mezclaron una necesidad militar ficticia con la necesidad de prestigio de la causa anticomunista. A pesar de unos bombardeos que superaron a los de la Segunda Guerra Mundial en su conjunto y al empleo criminal de armas químicas, el medio millón de soldados destinados a Vietnam no pudo derrotar a un enemigo tan escurridizo como fanatizado en las bondades de su causa.

McNamara tardó en entender la lección: en realidad no estaba luchando contra una ideología, sino contra un pueblo que se sentía invadido por extranjeros. Estos fueron años de gran impopularidad, pues se consideró al Secretario de Defensa el responsable de los miles de ataúdes que fueron llegando paulatinamente a los Estados Unidos. Su imagen era la de un tecnócrata muy inteligente, pero frío, que no podía comprender que detrás de las estadísticas que manejaba se escondían historias humanas de sufrimiento.

La última etapa de la carrera de McNamara estuvo en la Presidencia del Banco Mundial. En este nuevo puesto tuvo una nueva oportunidad de expiar sus errores y fue capaz de orientar la política del organismo hacia la ayuda al desarrollo y la lucha contra la pobreza. Una más de las muchas contradicciones que jalonaron la existencia de este hombre excepcional que, para bien y para mal, resume el espíritu del terrible siglo XX. Como él mismo asegura en una de las once lecciones en las que se divide el documental y que bien podría ser su epitafio: "Para hacer el bien, tienes que involucrarte en el mal". Es la niebla de la guerra, capaz de nublar el cerebro más brillante. ¿Qué última imagen devolvió el espejo a Robert McNamara?