Su célebre "Robinson Crusoe" es una de estas novelas que, como en el caso de "Viajes de Gulliver", de Jonathan Swift, "La isla del tesoro", de Robert Louis Stevenson o "Las aventuras de Tom Sawyer, de Mark Twain, popularmente se estima que fueron escritas exclusivamente para un público juvenil, cuando en realidad se trata de libros universales, tan magistrales que son capaces de dialogar con distintas generaciones de lectores, a las que siempre tienen algo nuevo que transmitir.

Aunque escrito en forma autobiográfica por una persona adulta, el "Diario del año de la peste" describe la plaga que asoló la ciudad de Londres entre 1664 y 1665, por lo que cuando estos hechos sucedieron Defoe tendría unos cuatro años. Pocos recuerdos podían quedarle de aquellos días, así que debemos considerar este libro como un reportaje de ficción, si bien muy verosímil y muy bien documentado.

Conocida desde la Edad Antigua, la peste es una enfermedad contagiosa que ha quedado en la memoria colectiva de la humanidad como la más terrible de las plagas. Hoy en día se conoce que el mal está provocado por una bacteria transmitida principalmente por una pulga que suele estar presente en las ratas y demás roedores. El hacinamiento y la suciedad de las ciudades de siglos atrás facilitaban la expansión de la enfermedad. No existía remedio alguno para la misma, más allá de la oración. Quien podía huía de las ciudades contaminadas, quien no, se encerraba en su casa, esperando que el brote pasase lo antes posible.

Según cuenta Defoe, la llegada de la peste en Londres vino precedida por algunos signos: la aparición de un par de cometas que hacían un "ruido estrepitoso, feroz y terrible, aunque distante" y la multiplicación de charlatanes y profetas que presagiaban la destrucción de la ciudad como un castigo divino. La gente llegó a encontrarse tan sugestionada que creía en todo tipo de prodigios y supersticiones: veía apariciones en el cielo o fantasmas en los cementerios, anunciando una epidemia que comenzaba a cobrarse sus primeras víctimas.

Al protagonista de esta narración los primeros brotes de la plaga le provocan un mar de dudas. ¿Debe huir de la ciudad o quedarse y atender sus negocios? Al final decide permanecer en su casa y se convierte en un cronista veraz de esos días de terror y tristeza, cuando parecía que nadie iba a librarse de sufrir la más terrible de las muertes.

El aspecto de Londres va volviéndose cada día más desolado: la gente se encierra en sus casas y escucha los terribles lamentos de los contagiados. Los carros que recogen a los muertos recorren los barrios y arrojan cientos de cadáveres cada día en fosas comunes. Las casas contaminadas se señalan con cruces rojas y son sometidas a vigilancia para que sus moradores no salgan al exterior, por orden de los magistrados de la ciudad. Esta vigilancia es burlada en más de una ocasión, ya sea mediante alguna estratagema para engañar al guardián, ya mediante soborno. De esta manera, los infectados recorren las calles o los campos, propagando la enfermedad en un círculo que no parece tener fin.

Cierto es que la enfermedad se ensañó más en unos barrios que en otros, sobre todo en los más pobres. También algunos aprovecharon la desgracia para hacer negocios, como Samuel Pepys, que se enriqueció y pudo anotar en su famoso diario a finales de año: "Nunca he vivido tan dichosamente (y, además, jamás gané tanto dinero) como en esta época de peste."

La medicina de la época estimaba que el contagio se producía a través de ciertos vapores o hálitos, llamados efluvios por los médicos, que emanaban de la respiración o las terribles llagas de los que se encontraban enfermos. La persona sana que respiraba estos efluvios caía enferma, por lo que trataba de aislarse a los apestados en lo posible. De lo que no cabe duda es de los sufrimientos que tenía que afrontar quien era contagiado. Defoe no ahorra veracidad ni dramatismo en sus descripciones:

"Las cosas aterradoras que veía al salir a la calle habían llenado de espanto mi espíritu, por miedo a contraer la enfermedad, que era, por cierto, horrible en sí misma y más horrible en algunos que en otros. Los bubones que generalmente se localizaban en el cuello o en la ingle se hacían, al endurecerse y cuando no se abrían, tan dolorosos como la tortura más refinada. Algunos desventurados, incapaces de soportar el tormento, se arrojaban desde lo alto de los balcones, o se pegaban un tiro, o se destruían por cualquier otro medio; casos como estos vi muchos."

Una de las experiencias más interesantes de la lectura de "Diario del año de la peste" es constatar las relaciones entre ciencia y religión en aquella época. Aunque eran los médicos los que visitaban a los enfermos, con pobres resultados, dados los conocimientos de la época, la plaga era comúnmente interpretada como un castigo divino. Aún así, la gente reforzaba su fe ante tan terrible prueba y llenaba las iglesias, a pesar del alto riesgo de contagio.

Cuando la enfermedad empezó a remitir, con la bajada de temperaturas, se interpretó como una merced divina. El mismo Dios que castigaba y lanzaba miseria sobre sus fieles, al final se apiadaba de los mismos y los perdonaba. Para el narrador el fin de la plaga es una especie de milagro:

"No era el efecto de una medicina recientemente hallada, ni el descubrimiento de una nueva cura, ni el resultado de una experiencia operatoria obtenida por los médicos. Era, evidentemente, el efecto de la Mano Invisible de Aquel que trabaja en secreto y que primeramente había desencadenado la enfermedad sobre nosotros como un juicio. Que los ateos consideren mis asertos como mejor les parezca, no soy un iluminado, y en este momento todo el mundo lo reconoció. El mal había perdido su fuerza: su malignidad se había agotado. Que esto provenga de donde quiera, que los filósofos procuren explicarlo con razones naturales y trabajasen cuando deseen por disminuir la deuda que han contraído con el Creador, el hecho es que los médicos, que no tienen el menor rasgo de espíritu religioso, se vieron obligados a admitir que era algo sobrenatural y extraordinario que no se podía explicar."

Las desgracias no terminaron para la ciudad inglesa con el fin de la peste. Al año siguiente se produjo un gran incendio que devoró buena parte de la ciudad. ¿Se arrepintió Dios de su misericoridia? Lo cierto es que los londinenses supieron superar ambas calamidades y resurgieron de ambas construyendo una ciudad más moderna, el Londres que puede visitarse hoy.