El título de este conjunto de ensayos, "Elogio de la ociosidad" puede parecer un contrasentido viniendo de un autor tan prolífico. Partiendo del manido refrán que asegura que "la ociosidad es la madre de todos los vicios", Russell realiza un análisis crítico de la carga de trabajo que soportan sus contemporáneos. Distingue entre ociosidad negativa, la de los terratenientes que viven del trabajo de los demás y la positiva, la del trabajador que, una vez cumplida su obligación, puede dedicarse a cultivar sus aficiones o a atender a su familia:

"El tiempo libre es esencial para la civilización, y, en épocas pasadas, sólo el trabajo de los más hacía posible el tiempo libre de los menos. Pero el trabajo era valioso, no porque el trabajo en sí fuera bueno, sino porque el ocio es bueno. Y con la técnica moderna sería posible distribuir justamente el ocio, sin menoscabo para la civilización."

En estos tiempos de altas tasas de paro, donde la carga de trabajo de los que conservan su empleo es cada vez mayor, sería bueno asomarse a las palabras de Russell, que postula las cuatro horas diarias como la jornada ideal que debe encomendarse a cada trabajador. Esto solo es posible a través de un sistema socialista de corte democrático, en el que el Estado tenga poder planificador sobre la economía y establezca las prioridades de bienestar de sus ciudadanos, algo parecido a lo conseguido por la socialdemocracia en los países del norte de Europa.

"Elogio de la ociosidad" parece haberse escrito ayer mismo, pero es un artículo de 1932. Desde hace años, muchos pensadores políticos vienen abogando por el reparto de un bien escaso como es el trabajo. Se conseguiría abolir el paro y dotar de mayor libertad a los trabajadores, cambiando la competencia feroz de las empresas por una cierta planificación dirigida por el Estado, lo cual evitaría escándalos económicos como los que el mundo padece desde hace unos años.

El Estado sería el garante del bienestar de sus ciudadanos, a los que se les asignaría de un equilibrio entre sus ganancias dinerarias y su disfrute del tiempo libre e incluso se incrementarían de manera notable sus posibilidades de formación y de participación democrática (aunque es razonable pensar que habría quien usaría su ocio para su embrutecimiento personal). Russell se atreve a hablar incluso de felicidad:

"Para que una población ociosa sea feliz, tiene que ser población educada y educada con miras al placer intelectual, así como a la utilidad directa del conocimiento técnico".

Resulta curioso constatar que para la consecución de esta razonable utopía Russell estudia incluso cual sería la arquitectura ideal de las viviendas de trabajadores: se trataría de grandes edificios dotados de un gran patio central donde se establecerían servicios comunitarios, como cocina o guardería para los niños, con lo cual las parejas ahorrarían mucho trabajo al volver a casa diariamente, y se fomentaría la vida vecinal.

Una de las obsesiones de Russell, de gran actualidad en los años treinta, cuando estos escritos fueron publicados, es la confrontación entre fascismo y comunismo. El filósofo es impecablemente crítico por los dos. Respecto al fascismo, se trata de un régimen racista, violento e irracional, fundamentado en la supremacía de unos hombres sobre otros. Tampoco se deja seducir por los cantos de sirena en los cayeron otros intelectuales de su tiempo respecto a la Unión Soviética. Russell entiende que el comunismo soviético se trata de una forma más de autoritarismo, en la que la explotación de los trabajadores se desplaza del patrón al Estado, que promete en todo momento una felicidad utópica en un futuro que no acaba de llegar nunca:

"Por mi parte, aun cuando soy un socialista tan convencido como el más ardoroso marxista, no considero el socialismo como un evangelio de la venganza proletaria, ni aun, primordialmente, como un medio para asegurar la justicia económica. Lo considero, en principio, como un ajuste a la producción mecanizada exigido por consideraciones de sentido común y calculado para incrementar la felicidad no sólo de los proletarios, sino de todos, excepto una exigua minoría de la raza humana."

La realidad económica de este momento tiene más que ver con la ficción que con los bienes materiales. Como si de un vidente se tratara, Russell dejó escrita estas reveladoras palabras, que engloban el gran problema de nuestro tiempo:

"No se consiente a un hombre que practique la medicina a menos que sepa algo del cuerpo humano, pero se consiente a un financiero que opere libremente sin el menor conocimiento de los múltiples efectos de sus actividades, con la única excepción del efecto que tengan sobre su cuenta bancaria."

Quizá vaya siendo hora de dejar atrás una economía basada en la especulación y en burbujas de deuda que acaban reventando y mirar hacia una economía mucho más sostenible, la economía basada en los bienes materiales, una economía verdaderamente democratizada, en la que sean partícipes todos los ciudadanos y no sólo unos pocos iluminados capaces de crear desastres globales con tal de obtener lucro personal. ¿Es esto compatible con el capitalismo? Quizá esta era la refundación de la que hablaba Sarkozy en los primeros momentos del desastre.