viernes, 26 de junio de 2009

UN AROMA, UN RASTRO ( II ).



"Sus primeros recuerdos estaban poseidos de una inmensa ternura. Se pasaba el día jugando con los otros siete cachorros, sus hermanos, aprendiendo a usar su sentido del olfato para seguirles el rastro y siendo mimado por su bondadosa madre. Wolf era un cachorro de pastor alemán de pura raza, fuerte y despierto, nacido en el mejor criadero de Berlín, por lo que en seguida llamó la atención de su futuro dueño. Conrad era un rudo oficial de las SS que necesitaba un animal apto para un adiestramiento especial. En aquel momento Wolf se sintió orgulloso por haber sido elegido. Meneó el rabo y lamió la mano del oficial. Echó una última mirada de despedida a su madre. Ella contempló como su hijo partía junto a aquel hombre vestido de negro, con una calavera decorando su gorra, que dejó un aroma durante días. Un aroma de los que solo puede exhalar el ser humano: a crueldad. Y sintió una tristeza infinita.

Los dos años siguientes resultaron muy duros para Wolf. El entrenamiento al que fue sometido en la escuela de Grunheide era extremadamente exigente y algunos de sus compañeros murieron. Por la noche se acostaba agotado en su pequeño lecho, pero feliz, porque le inculcaron que estaba sirviendo a su patria. El día de la graduación fue muy especial para todos aquellos perros alemanes. Les felicitó nada menos que Blondie, la perra de Hitler. Todos, especialmente Wolf, quedaron enamorados de su porte y distinción.

El Estado Mayor alemán tenía reservado un alto destino para nuestro protagonista. Fue enviado a Rusia, en apoyo de una compañía de las SS que luchaba en aquellas interminables estepas. Desde el primer día el comportamiento de Wolf se ajustó a lo que de él se esperaba: penetraba por las noches en los pueblos con sus compatriotas humanos y localizaba a los judíos en sus escondites. En la escuela le habían enseñado especialmente a distinguir el olor del miedo. Wolf se excitaba y ladraba cuando las SS reunían a unos cuantos cientos de judíos para que cavaran su propia fosa común. Si alguno intentaba escaparse se lanzaba presto a su garganta y ahorraba una bala a sus amos. El sabor de la sangre le enaltecía. En otras ocasiones los judíos eran utilizados para limpiar las carreteras de minas. Caminaban varios metros por delante de sus captores y de vez en cuando saltaban por los aires, víctimas de una explosión. El olor a carne quemada de judío no le disgustaba. Los amos de Wolf valoraban mucho menos las vidas de aquellos hebreos que la de sus entrenados perros.

Una tarde Wolf y sus amos sufrieron una escaramuza de partisanos soviéticos. Por primera vez, el bravo animal sintió el terror en sus propias carnes y, para su vergüenza, no pudo evitar echarse a temblar. Las balas silbaban sobre su cabeza, las explosiones retumbaban a su alrededor. No comprendía por qué el miedo de sus amos olía exactamente igual que el de los judíos, pero, en cualquier caso, no dispuso de mucho tiempo para meditar sobre tan grave cuestión, pues una bala perdida le rozó la base del cráneo y le dejó inconsciente en el campo de batalla.

Despertó muchos días más tarde en una sala de los servicios veterinarios de Berlín. Había sido evacuado a Alemania. Durante las semanas que estuvo internado en aquella habitación limpia y luminosa gozó de los mejores cuidados. Echó de menos una visita de su madre. Por primera vez en años se acordaba de ella, aunque esa debilidad duró poco. El era un perro de las SS, adiestrado para obedecer y no quería defraudar a sus amos. Su cicatriz en la cabeza le confería un halo de dignidad, significaría para sus compañeros caninos que él había sido un perro combatiente. Desgraciadamente, pronto se olvidó de su presunta dignidad y volvió el sentimiento de terror cuando comenzaron los bombardeos nocturnos sobre Berlín. Los humanos huían precipitadamente al sonido de las sirenas y Wolf pasaba noches terribles tratando de evitar los resplandores de los incendios. El alba le sorprendía aullando sobre un montón de escombros humeantes. En aquellos momentos lamentaba haber sido enseñado solamente a capturar fugitivos y no a salvar personas.

Las noches de Wolf bajo la granizada de bombas duraron algunas semanas. Cuando la situación se calmó, porque el enemigo eligió otra ciudad como objetivo, alguien debió acordarse de él y le envió a un nuevo destino. El campo de exterminio de Auswitch era ideal para un perro con su entrenamiento. Olía a miedo, pero a miedo ajeno, un olor que ni siquiera lograba disipar la lluvia. Inmediatamente se puso a las órdenes de Barry, el perro jefe del campo, que pronto le dio una lección acerca de como debía tratarse a los prisioneros, arrancando los genitales de un mordisco a un judío que intentaba escapar.

La guerra iba muy mal para Alemania, tan mal que pronto llegaron noticias de que el enemigo soviético se encontraba a pocos kilómetros del campo. Se organizó la evacuación. A Wolf le fue encargada la importante misión de custodiar a un numeroso grupo de prisioneros en un infernal marcha sobre la nieve. Al principio todo fue bien, su fiereza mantenía a raya a los judíos cautivos, muchos de los cuales caían por puro agotamiento para no volver a levantarse. A los pocos días Wolf sintió que se estaba quedando sin fuerzas. Un grupo de prisioneros debió advertir su debilidad, le rodearon y, armados con palos y estacas, le golpearon hasta dejarle medio muerto.

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